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#06 Somos información y eso nos hace frágiles
Somos información, y eso nos hace frágiles
Somos información, y eso nos hace frágiles
Las personas no somos solo átomos, sino también información.
Escuché esto por primera vez sentado en una diminuta sala de estudio en la Sociedad Argentina de Análisis Filosófico. Frente a nosotros Luciano Floridi, filósofo de la información, nos comentaba sus preocupaciones respecto del futuro. Una de ellas era, precisamente, que en la academia suele haber mayor preocupación por los “problemas de filósofos” y no tanto por los problemas filosóficos.
Floridi, que dirige el Digital Ethics Lab del Oxford Internet Institute, es probablemente el principal promotor de la idea de que somos organismos informacionales. Según él, estamos interconectados e inscriptos en un ambiente en el que compartimos información con otros seres, tanto naturales como artificiales, que la procesan lógica y autónomamente. Esto, de algún modo, también nos corrió de un lugar central en el universo.
Siguiendo su argumento, del mismo modo que Copérnico nos corrió del centro del Universo y Darwin del centro de la Creación, para Floridi fue Alan Turing quien nos quitó del centro de la “infoesfera”, aquel entorno en el que conviven las entidades informacionales, sin importar si son humanas o mecánicas.
Esta perspectiva surge también del abandono de la distinción entre el online y el offline: ya no nos conectamos a internet sino que, por defecto, vivimos conectados. En un mundo en el que ya nadie recuerda que conectarse era un proceso audible a través del teléfono estar desconectado se volvió una anomalía.
Esta propuesta metafísica, explorada en The Fourth Revolution (2014), sugiere el paso de una concepción materialista —que prioriza los objetos y procesos físicos— a una informacional. Más allá de las (muchas) críticas que pueden hacerse, la propuesta es interesante como disparadora: “Lo que sea que nos hace humanos ya no puede ser jugar al ajedrez, revisar la ortografía de un documento, hacer una traducción (…) o estacionar un auto”. De más está decir que ambas concepciones antes que oponerse se complementan.
Pero aunque ya no seamos el centro de nada seguimos teniendo una posición privilegiada en el Universo: tenemos la particular capacidad —y deber moral— de cuidar a la infoesfera del mismo modo que un jardinero cuida un jardín: “[Somos] conscientes, libres, capaces de preocuparnos y de hacer una diferencia”, pero para eso necesitamos cambiar la forma en que pensamos a la tecnología digital.
Por ejemplo, debemos adoptar la perspectiva de que cada vez más vivimos en una realidad que trata más acerca de redes que de mecanismos; más de procesos y relaciones que de cosas y propiedades. No se trata de abandonar una perspectiva en pos de la otra, sino de enriquecer nuestra mirada sobre el mundo.
Esta perspectiva, además, nos fuerza a repensar nuestra relación con la memoria. A diferencia del registro de información en soportes físicos, como podría ser un papel impreso o una roca tallada, la memoria digital puede ser tan volátil como la cultura oral. Pero en esta “paradoja de la prehistoria digital” muchas veces vivimos convencidos de lo contrario y no caemos en la cuenta de que la tecnología digital rara vez preserva al pasado para el consumo en el futuro — como lo haría un libro de papel — sino que nos hace vivir en un permanente presente.
Cuando se trata de la memoria solemos preocuparnos por su almacenamiento y la eficiencia en su administración, pero dejamos de lado “la importancia de la curación respecto de lo que es significativo y, en consecuencia, de la sedimentación estable del pasado como una serie ordenada de cambios”.
Este constante presente, carente de sedimentación, nos hace perder la maravillosa capacidad de poner las cosas en perspectiva. “Perdimos esta habilidad en apenas una generación”, se lamenta Floridi.
¿Cómo harán los historiadores del futuro?
La aspiración a la ahistoricidad de la tecnología digital supone procesos de constante reescritura del pasado —por ejemplo cuando se actualiza un sitio web— que hacen improbable que las versiones anteriores queden guardadas. Tenemos mucha más información que antes pero esta es mucho más frágil y está en constante peligro de ser borrada o alterada. La vida útil de un CD o DVD grabado rara vez supera los diez años, y ni hablar de los diskettes o cintas magnéticas.
Históricamente el problema en torno a la información era decidir qué preservar y qué no, qué nombres guardar en papiros o placas de arcilla, pero en la actualidad, dado que por defecto todo se guarda, el principal problema es el de elegir qué borrar. La novedad siempre toma precedencia y el pasado, temporalmente olvidado, fácilmente termina siendo reemplazado.
Claro que frente a este problema existen iniciativas como Archive.org, pero su alcance es, naturalmente, limitado. La importancia del rol de la curaduría frente a esta situación se ve particularmente exacerbada. Como demuestra la pérdida de gran cantidad de películas mudas y grabaciones musicales, el peligro de perder obras irrecuperables es alto.
Quizá aquí sea donde la aventurada perspectiva metafísica de que estamos hechos de información tanto como de átomos se vuelve punzante. Si la información que remite a nuestra identidad es cada vez más frágil y puede usarse para cambiar la forma en que nos percibimos, y a esto le sumamos una industria montada sobre la manipulación y registro de estos datos, ¿qué podemos esperar que pase?
La propuesta de Floridi no es necesariamente innovadora pero sí es útil al momento de pensar el marco ético que debería adoptarse frente a las posibilidades de la tecnología digital en torno a nuestra identidad. De este modo, cuando discutimos sobre privacidad no sólo estamos contemplando lo que pasa con nuestra información en el mundo, sino la forma frágil e imperfecta en que esta nos constituye.