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#25 El ethos del marxismo
El ethos del marxismo
El ethos del marxismo
Era el apogeo de la revolución industrial. La máquina de vapor dejaba al viejo mundo patas para arriba. Las relaciones económicas y de poder, las visiones del mundo y la naturaleza, la cotidianeidad de las personas y hasta la concepción antropológica cambiaban de casaca. Nada quedaba fuera del alcance avasallador de la fuerza del carbón, el acero y la turbina. La humanidad multiplicaba su capacidad productiva y su campo de acción posible, pero el esquema social que se formaba era el de una concentración de poder sin precedentes. El siglo XIX, inmerso hasta los huesos en este proceso, lo recibió, en un principio, de dos modos diferentes. No por esto hay que pensar que la disputa aquella es cosa del pasado. Hoy la computadora es paradigma de una nueva revolución tecnológica, y la recepción, en los albores de esta reciente etapa, es similar: priman, en un principio, las corrientes positivista y romántica.
Cuando hablo de positivismo y romanticismo me refiero principalmente a un ethos, a un carácter, a un espíritu de interpretación más que a un conjunto de conclusiones cristalizadas. En este sentido, el positivismo fue, en el siglo XIX, la postura abanderada de la profundización del esquema de desarrollo signado por las nuevas tecnologías. Si libertad es poder hacer cosas, y tecnología es precisamente capacidad de hacer más cosas, ¿qué mejor que sostener la línea en que venimos? Ah, pero ¿cuáles son las cosas que se hacen? Y ¿quiénes determinan qué hace una sociedad con esas libertades nuevas? El positivismo, en un cuestionable estado de ceteris paribus respecto de las bondades del desarrollo técnico, abstrae sus componentes sociales y los intereses contradictorios que encierra, manteniendo oculta la otra cara de la moneda. Pero es un ethos de rigor técnico y de estudio, con foco en la comprensión del funcionamiento de las fuerzas productivas, y con la fuerza argumental que brinda el conocimiento profundo del objeto del que se habla. Aun así, es funcional, por su defensa acrítica del desarrollo, a los grupos que más se ven beneficiados por la nueva tendencia de producción. El positivismo es el carácter cínico que explica que la nueva industria debe continuar el rumbo en el que está porque es capaz de abastecer todas las necesidades populares. Mientras tanto, los dueños de la industria, que determinan (y determinarán, si el rumbo de la industria no se modifica) cómo, qué, y para quién se va a producir, no tienen intención alguna de llevar a cabo las promesas vacías que iza el positivismo.
El romanticismo fue una postura menos ciega respecto de los males que la revolución industrial acarreaba. Veían las atrocidades de las cuales el avance voraz de la nueva industria era capaz, y frente a ellas tomaron tanto posturas conservadoras que soñaban un idilio preindustrial como posiciones de refugio artístico, en búsqueda constante de frases y poemas que los engranajes jamás alcanzarían. Hablar en los términos en que hablaba el positivismo era mundano. Estudiar cómo funcionaban la industria y el capital formaba parte de una agenda condenable desde su misma raíz. Pero criticar a una locomotora por no apreciar la flor no detiene su avance. Igualando a positivismo todo estudio riguroso de la técnica, se apartaron del asunto. Entre bellísimos grupos artísticos y literarios, un paso al costado en el devenir de la historia. El romanticismo es el carácter ingenuo que parece creer que algunos versos pueden detener a un monstruo.
Dos corrientes marcaron aquel siglo, dos corrientes funcionales al capital: una por defender directamente la línea de desarrollo que se estaba dando, la otra por quietista y carente de alternativas. En la revolución de la computadora, parecen reproducirse ambas tendencias. Priman, en conferencias de vanguardia en la computación, los representantes de empresas de tecnología que hablan maravillas de lo que la nueva técnica es capaz. Delante suyo, un oligopolio informático concentra más poder que el que tuvo jamás cualquier oligarquía. Al costado, un importante sector de nuestra sociedad, crítico respecto de estas peligrosas tendencias, se aparta sistemáticamente de cualquier oportunidad de estudio riguroso de las mismas. Mientras el sector crítico y comprometido decida mantenerse lejos de los debates explícitos respecto de los usos tanto personales como sociales de las nuevas tecnologías, la batuta política del asunto la llevarán los positivistas.
Hubo, sin embargo, un tercer ethos en el siglo XIX que es esperanzador para quienes habitamos el siglo en que una parte de esa historia se repite. Marx dedicó su vida al estudio de las fuerzas productivas, al estudio del sistema que criticaba, al estudio del funcionamiento del capital. Si su discurso fue tan poderoso fue por su sólido apoyo no sólo en la tradición de las humanidades, sino también en el análisis profundo de los aspectos técnicos del sistema de poderes y valores de su época. La crítica efectiva, en contextos así, es una crítica nerd, es una crítica que se introduce en los debates y en el desarrollo teórico que construyó el poder, dando respuestas incisivas, pertinentes, y acordes a las reivindicaciones del campo popular.
Desde el positivismo se lo acusó de romántico, y desde el romanticismo, de positivista. Pero hay una diferencia con el segundo respecto de la forma de su crítica, y una diferencia con el primero respecto de su motivación. Más allá de sus conclusiones, de su construcción teórica y su perspectiva macroeconómica, la crítica marxista hizo algo que el romanticismo no: dio el debate. La discusión sobre el futuro de la técnica es técnica, no porque así lo queramos sino porque la locomotora no quiere detenerse. Critiquemos y soñemos, pero aprendiendo bien cómo rediseñar.