#35 Existencialismo transhumanismo

El existencialismo es un transhumanismo

El transhumanismo es un existencialismo

En 1945, en la ciudad de París, un filósofo llamado Jean-Paul Sartre dio una conferencia que quedaría en la historia. La exposición fue publicada al año siguiente bajo el título de “El existencialismo es un humanismo”. En diálogo con los tiempos que corrían, y en vocabulario accesible y poderoso, definió en forma sintética los principios de su filosofía existencialista, reflexionó sobre sus implicancias a nivel ético y personal, y la defendió de las lecturas que la consideraban una filosofía antihumanista.

La propuesta existencialista se resume en una celebérrima consigna: en el caso del ser humano, la existencia precede a la esencia. Esta consigna se entiende mejor por contraste. Tomemos un martillo, por ejemplo. Un martillo es una herramienta que desde antes de ser fabricada tiene una función que le es propia e inevitable. Martillar. Su “naturaleza” queda determinada por factores externos y anteriores al martillo. Las personas, sorprende Sartre, somos distintas a los martillos. No hay una “naturaleza humana” dada de antemano, las personas comenzamos a existir y nos definimos en la propia acción. Si acaso existe algo como una “naturaleza humana”, no está predefinida. Somos sus artífices cotidianos, es suma y resultado de aquello que decidimos ser, se moldea y ajusta a nuestra marcha a cada rato.

Por supuesto que dicha propuesta se fundamenta en presupuestos filosóficos, que como tales son discutibles y pueden no compartirse. En particular, se fundamenta en un supuesto básico cartesiano: el famoso “cogito” (pienso), es decir, el partir de la propia subjetividad como certeza primera. La anterioridad lógica de la propia conciencia al resto de los conocimientos que pudiéramos adquirir le da prioridad a sus consecuencias que a las del resto. Nuestro conocimiento más patente es el de la propia conciencia, y antes de salirnos de ella la reconocemos libre. Antes del conocimiento del mundo externo, antes de las leyes de la física de conservación de momento y energía, antes de las leyes que regulan el disparo de un potencial de acción en nuestro sistema nervioso, somos subjetividades que se perciben libres, apelando sólo a la propia conciencia nos sentimos libres. ¿A quién no le pasó? La determinación material de los estados mentales se apoya en un conocimiento que nos es menos fundamental, menos seguro, en un conocimiento posterior. Cuando partimos de la subjetividad, que es para Sartre la actitud más responsable, lo que prima es la certeza de la propia libertad. Lo más seguro es la conciencia volitiva, no algo anterior o algo que la determine. Aquello sobre lo que más seguridad tenemos es que esas subjetividades que somos deciden lo que hacen, deciden lo que son. Si la naturaleza humana no es más que lo que somos, la naturaleza humana es lo que de ella hacemos.

Una vez que se admite ese supuesto cartesiano aparece el existencialismo, y con él, sus incisivas consecuencias éticas y personales. Lo central es que lo más seguro es nuestra libertad. Si nos escudamos en ideas deterministas o en considerar un “deber ser” como algo dado para eximirnos de la responsabilidad de nuestras propias acciones, lo que estamos haciendo es obrar de mala fe. Es jugar a que somos martillos cuando nuestra certeza fundamental nos dice que no lo somos. “No tenía opción”, “bueno, las cosas son así”, “pero es la naturaleza humana”, son frases características de un obrar de mala fe. La libertad está, negarla es lavarse las manos. Entra en escena entonces una enorme responsabilidad. No sólo porque ya no tenemos donde apoyarnos o escudarnos para justificar nuestra conducta, que de por sí conlleva cierta sensación de desamparo, sino porque esta libertad radical, además, forma parte de aquello que define al ser humano como tal, lo que construye a la mismísima naturaleza humana. Es una responsabilidad tan fuerte, repentina y libre que lleva a una sensación de desamparo y vértigo. Cuando el existencialismo habla de angustia, dice Sartre, se refiere a esa sensación exactamente. No es una angustia antihumanista, fatalista o pesimista. Es humanista. Sí, el existencialismo es angustiante. Sí, se siente desamparo. Socava ciertos sentidos que dábamos por sentados. Pero es una filosofía, para él, mucho más fiel a lo que somos. A fin de cuenta, todos esos sentidos que dábamos por sentados, los habíamos construido nosotrxs libremente. Reconocerlo y motivarlo es lo verdaderamente humano.

Cinco años después, se publica en la revista Mind el texto “Computer Machinery and Intelligence” de Alan Turing, que funciona como piedra fundamental de una serie de discusiones sobre la mente humana que involucran a la neurociencia, la computación, y la inteligencia artificial. Desde las ciencias cognitivas y la filosofía de la mente, la tesis cartesiana, fundamental para sostener el existencialismo de sartre, perdió terreno ante posturas fisicalistas y/o computacionalistas respecto de la mente humana. Los experimentos dieron cada vez más fuerza a la tesis de la determinación material de la conciencia. Mejoraron los modelos científicos en torno a la mente y el sistema nervioso, su fidelidad respecto de las observaciones fue en aumento, y crecieron en poder predictivo. El concepto de “conciencia”, de definición difícil y opaca, disminuyó en adherentes desde entonces. Casi en dominó, parecía caer el existencialismo. Sin ese punto de partida, los resultados científicos sobre la mente humana dieron luz a diversas posturas que Sartre habría considerado de “mala fe”. Ahora que los modelos parecían ocupar el lugar de la “naturaleza humana” predefinida, el materialismo y el biologicismo pasaban a quitar responsabilidad a la acción humana. Nuevamente, ciertas actitudes y emociones podían defenderse como inevitables, se podían biologizar aspectos de nuestra conducta, parecía recuperarse la facilidad de lavarse las manos y quitar del foco a la inquietante idea de la libertad radical de las personas.

Aunque sea difícil recuperar el fundamento cartesiano, el existencialismo puede sobrevivirlo. La concepción científica y materialista de la mente humana, como toda perspectiva científica, se acompañó de una perspectiva ingenieril. En conjunción con los resultados y modelos de la mente fuera del cartesianismo, fue apareciendo otra propuesta que recupera la ética existencialista: el transhumanismo. El transhumanismo reconoce la determinación material de eso que llamamos mente, pero rescata, desde otro ángulo, una forma alternativa de libertad radical. Si nosotrxs sabemos cómo funciona la determinación material de nuestra mente, y tenemos la tecnología suficiente como para intervenir sobre dicho sistema material, tampoco hay naturaleza humana que esté dada de por sí. No es la conciencia fundamental y cartesiana, sino el cierre de un círculo de retroalimentación entre la persona y la materia que la determina lo que recupera la libertad radical. Como nuestro sistema nervioso nos es modificable, volvemos a adueñarnos de aquello que somos, incluso sin la ayuda de Descartes. El transhumanismo abre la puerta al regreso de una ética existencialista, pero ya no de un existencialismo cartesiano, sino de un existencialismo de segundo orden, indirecto, mediado por nuestra capacidad de hacer bioingeniería.

El transhumanismo asusta y tiene posturas opositoras (llamadas “bioconservadoras” por lxs transhumanistas), tanto por los riesgos que conlleva como por una negativa básica a algo que suena tan reprochable como “jugar a ser dios”. ¿Cuánto del bioconservadurismo parte de la mala fe, y cuánto de la angustia y el desamparo que nos hace sentir esta tan vertiginosa libertad radical? ¿El modificar nuestras maneras de pensar no es acaso, a fin de cuentas, también profundamente humano? Desde ya que es posible oponerse a ciertos cambios, pero la libertad inevitablemente está. Con el transhumanismo, se recupera la inapelable posibilidad de definirnos como individuos, y de definir entonces a la humanidad toda. Quizás la única libertad que no tenemos es la de elegir no tomar la decisión. La máxima de Sartre se sostiene: estamos condenados a ser libres.