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#37 Por qué escribimos
¿Por qué escribimos?
¿Por qué escribimos?
Hay cierta magia en la palabra escrita. Abrir un libro genera la tentación de fotografiar la escena y subirla a una red social, el acto de escribir con un cenicero cerca se habita casi con poesía, nos parecen interesantes las personas a quienes vemos leyendo libros interesantes y nos enorgullece conocer personas que escriben. Hay un romance en la palabra escrita. Me gustaría explicarlo como un fenómeno surgido del esnobismo intelectual o de la nostalgia de los tiempos pre-digitales, pero lo cierto es que es un romance que siento, una magia que percibo, y que, naturalmente, es característica inherente a la magia su inexplicabilidad. Para quienes escriben, la romantización de la escritura puede jugar un papel tentador. Vuelve más bellas y llevaderas las horas seguidas y solas dedicadas a esta tarea, hace más seductoras a las conversaciones sobre lo escrito y publicado, mantiene vivas a las editoriales. Pero romantizar, como por desgracia sabemos bien, es peligroso.
Por suerte el peligro de romantizar la escritura no es tan dañino. Para las personas, esto es. Para la escritura es fatal. Cuando el texto se vuelve sagrado, se vuelve exigente. Lo divino excluye a lo mundano, y muchas oraciones escritas, que en una conversación por mensajería instantánea habrían cumplido bien su papel de comunicadoras, dejan de repente de ser merecedoras de asumir ese rol. Podemos tener ideas bien articuladas y comunicarlas con elocuencia en las cafeterías, pero después sentarnos frente al teclado y borrar cinco veces la primera frase. La búsqueda de paráfrasis poéticas empieza a ocupar una porción cada vez más grande del proceso de escritura, nos enroscamos en un quietismo de sobrevaloración de la forma, eventualmente nos cansamos. Claro, nos decimos. La inspiración, esa criatura escurridiza que surcó poetas, novelistas y escribas bíblicos, no nos acompañó esta tarde. Quizás mañana se dignará a venir.
¿Por qué, si no es por una sacralización absurda de lo escrito, se nos da el fenómeno de poder comunicar hablando y no escribiendo? Para perderle el miedo a la hoja en blanco, primero hay que librarnos de la adoración por la palabra escrita.
Al principio, el texto como medio tenía un valor diferencial. Desde que existe la civilización hasta hace un par de siglos, escribir era el único modo de preservar las ideas, de cuidarlas del paso del tiempo, de comunicarlas rápidamente a través de grandes distancias. Pero el monopolio de la inmortalidad del texto murió al aparecer el fonógrafo, y desde el telégrafo la tinta en el papel perdió su lugar predilecto en torno a las distancias y la velocidad. Hoy se puede publicar una idea desde muchísimos formatos. Las imágenes, el audio y los videos tienen las cualidades que antes eran propias de la escritura, pero a su vez nos permiten rescatar la naturalidad del acto de simplemente hablar. Eso que diferenciaba a la palabra escrita de otros medios de comunicación desaparece, se hace menos llamativa por su falta de colores y de movimientos, se consume menos, y, además de todo esto, nos sigue costando escribir como si en la escritura se estuviera jugando la historia.
¿Por qué escribimos? Esto es, ¿por qué seguimos escribiendo? ¿Cuál es el valor del texto en el siglo audiovisual? Nos cuesta más comunicar las ideas que ya tenemos bien articuladas, competimos con formatos más atractivos, de más colores y de más fácil ingesta, y escribir ya no es un requisito para preservar una idea ni para llevarla lejos.
El valor del texto escrito, hoy, es precisamente lo contrario a lo que lo ponía en un pedestal en el pasado. No hay formato más simple que la tira de caracteres. Con la tecnología digital, no hay formato más fácilmente editable. Podemos ver las ideas, ponerlas una al lado de la otra, reordenar, recorrer y modificar muy fácilmente. Pedacitos de texto se pueden volver bloques que configuramos a nuestro parecer. No hay que escribir primero la primera oración ni último a la última, nada escrito ahora tiene por qué permanecer en la versión final. Podemos transformar nuestras anotaciones preliminares en oraciones completas, ver errores y corregirlos, hacer crecer cada punto hasta que se vuelva un párrafo y reordenar a gusto.
Cuando teníamos la idea articulada en la cabeza, nos costaba menos comunicarla hablando. Pero ni las ideas complejas ni las buenas ideas llegan de golpe. El valor que diferencia al texto escrito, hoy, del resto de los formatos de comunicación, es el de ser un taller idóneo para el pensamiento. Escribimos para pensar, y ayuda mucho. De repente, el ideal de la escritura inspirada, sabia, que primero sabe bien qué quiere decir y después lo escribe con talento, da lugar a un modo de escritura que no requiere de genialidad ni de inspiración divina. En términos de desarrollo de software, nos libramos del romanticismo decimonónico del desarrollo en cascada para dar lugar a la accesible creatividad del enfoque iterativo incremental y la refactorización.
De pronto pierde sentido el síndrome de la hoja en blanco. No escribir es obstaculizar el pensamiento, nada más. El perfeccionismo de la hiper-paráfrasis y la imposición de la escritura lineal son legados obsoletos de los tiempos sin computadoras. La escritura es necesaria para la filosofía, pero no por lo que la hacía romántica, sino por todo lo contrario. Escribir ayuda cuando la irrespetuosidad juvenil del siglo XXI le quita su carácter sagrado, su perspectiva cristalizante, su panteón de escribas y poetas, la hostilidad que supone suponer genialidad.
Hay un romance en la palabra escrita, una magia que sigo sintiendo, pero sé que lo mejor para los dos será que salga pronto de ahí.
Algunos tips para desromantizar el acto de escribir y perder el miedo a la hoja en blanco:
Imaginate que estás chateando. Apretá enter en lugar de poner puntos si es necesario.
Grabate hablando y transcribí (omitiendo onomatopeyas y titubeos).
Armar preguntas. Responderlas. Borrar las preguntas.
Escribir párrafos autónomos sobre ideas que se pretende explorar, después buscarles un orden, como si fueran ladrillitos.
En el momento en que anotás, anotá con oraciones completas. Pegar las notas en la hoja. Ya no está en blanco.
Si armaste la estructura del texto, probá no escribir siguiéndola en un documento separado, sino extendiendo y completándola en el mismo documento (método iterativo incremental).