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Borrón y cuenta nueva
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Adiós la plusvalía
El siglo crece en edad, y con él sus tendencias de desarrollo. El capital, que una vez fue capaz de alterar la producción automatizando tareas manuales, sigue incursionando en la automatización de tareas tradicionalmente consideradas intelectuales. No existe un tercer tipo de actividad humana.
El tiempo, en el marco del capitalismo, lleva a que pronto el capital sea capaz de automatizar casi cualquier tarea que haga cualquier trabajador.
Con el trabajo automatizado, se disparan las ganancias. Menos necesidad de descanso, menos huelgas y menos pago de salarios. Se dispone así de más capital para reinvertir, se puede automatizar todavía más tareas. Todo anda bien, el ciclo se retroalimenta.
En algún eventual futuro, los seres humanos pasan a tener un peso casi nulo en la producción. Casi nadie trabaja. Quedan, sin embargo, dueños, y quedan excluidos del sistema.
La dialéctica materialista de la que hablaba Marx, en que capitalistas y trabajadores compiten constantemente por las ganancias, y en que los dueños de las empresas se quedan con el plusvalor producido por el trabajo asalariado, desaparece. El concepto de salario se vuelve obsoleto, y se borra del mundo la explotación capitalista. La lucha de clases, propiamente dicha, esa pugna por los beneficios del trabajo humano, muere también.
Nace un mundo nuevo. Prácticamente feudal, despótico y oligárquico, pero nuevo en fin, y sin explotación del hombre por el hombre.
Adiós la huelga
Sobre los pocos hombres que entran a la fábrica, llueven los insultos. Los obreros, afuera, declarados en huelga, saben que su método de lucha pierde efecto si la fábrica funciona. Para mejorar las condiciones salariales y laborales, se había decidido en la asamblea el cese indefinido de sus actividades hasta obtener respuestas. La patronal perdería el ingreso que significa la producción fabril, y los trabajadores, poniendo en evidencia la importancia crucial de su actividad, podrían ejercer presión y fortalecer sus reivindicaciones.
Es condición fundamental para el funcionamiento de la huelga, método nacido en los albores de la segunda revolución industrial, que sin sus obreros activos, nadie opere la maquinaria. Si los obreros son reemplazables, si son innecesarios, la huelga no sirve. Por esta razón, los rompehuelgas, o carneros, que por ahora son humanos de carne y hueso, son vituperados por los huelguistas.
Desde la tradición marxista, la huelga es el instrumento fundamental de lucha de la clase obrera, y es crucial para la organización de los trabajadores y la construcción de su conciencia de clase. La huelga general es una de sus máximas aspiraciones: la clase obrera, en su totalidad, se coordina para dejar de producir, muestra su indispensabilidad en la producción y pone en jaque a los intereses de los capitalistas. De ahí a la toma de poder de los medios de producción hay apenas un pequeño tramo a recorrer.
En algún día de semana, en algún mes del siglo XXI, esta situación se da por última vez. Acontece la última huelga. El proletariado, que en algún momento de la historia poseía nada más que su fuerza de trabajo, pierde hasta eso ante el refinamiento de las máquinas. Hay un hombre, probablemente ya nacido, que será el último carnero en cruzar las puertas de una fábrica.
Ineficiencia intencional
El trabajo es un recurso, pero por cómo funciona la distribución en el capitalismo, es el único que no queremos usar de manera eficiente. Me imagino una empresa que promete dar consumo energético, o un gobierno que mida su éxito en términos de input de acero en las fábricas. Administraríamos esos recursos tan mal como hoy administramos el tiempo de la humanidad. Por suerte, aunque el acero y la energía son tan mercancías como el trabajo asalariado, no tienen que comer ni votan. Por desgracia, la eficiencia en el consumo de trabajo humano, dentro del sistema capitalista, no lleva al beneficio social sino al desempleo generalizado y la pobreza.
Adiós la represión
En 1925, Victor Serge publicaba Lo que todo revolucionario debe saber sobre la represión. En este libro, consciente de la necesidad de contar con una noción general sobre el funcionamiento de las fuerzas represivas, presenta algunas observaciones y aclara que no es un estudio riguroso o completo del panorama.
Afirma que una estrategia de lucha no es suficiente: la garantía de la efectividad revolucionaria requiere también de cierta conciencia del modus operandi de los adversarios, para reducir los riesgos, la exposición y vulnerabilidad, y para preservar la seguridad de los militantes. Su trabajo, aunque en su voz fue incompleto, fue una de las obras paradigmáticas del proceso revolucionario ruso, y sus consejos fueron, a lo largo del siglo XX, estudiados por las nuevas generaciones de revolucionarios que corrían el riesgo de la persecución estatal.
Durante los años 60, la represión cambió. A raíz de la revolución cubana, las fuerzas militares recibieron entrenamiento para la extracción de información a la fuerza. Las enseñanzas provenían de los soldados franceses que durante la guerra de independencia de Argelia habían aprendido, a la luz de la experiencia, el arte de torturar. Muy pronto, el sur global se plagó de estados hambrientos de información, que devoraban agendas telefónicas, detenían a los portantes de los nombres anotados en ellas, y exprimían, a base de choques eléctricos y golpes secos, todo dato que estos pudieran poseer sobre la militancia.
Afortunadamente, la contrarrevolución puede ahorrarse cada vez más la fatigante tarea de torturar. Con la muerte de las agendas telefónicas tienen la mesa servida. Toda comunicación digital queda en manos de los grandes capitales. Las técnicas de inferencia de datos se refinan con el paso de los días, a tal punto que ni siquiera es necesario participar de las redes sociales para que sea posible armar un perfil relativamente completo de cualquiera de nosotros.
¡Gracias, capitalismo!