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Cómo funciona el apetito por el asombro
Cómo funciona el apetito por el asombro
Cómo funciona el apetito por el asombro
Hubo una época en Londres en la que mientras el pueblo estaba obligado a embriagarse en bares y pubs, para luego sus borracheras fueran juzgadas públicamente, las clases medias y altas hacían de las suyas en fiestas privadas, lejos de cualquier escrutinio.
En estas cenas se bebía, se discutía de poesía, historia y literatura, y muchas veces, también, se hacían comentarios burlones acerca de las pretensiones ilustradas de la ciencia. En una de estas fiestas, allá por 1817, John Keats conoció a William Wordsworth, ambos poetas románticos. Se trataba de una cena para la elite literaria británica organizada por el pintor y crítico inglés Benjamin Haydon en su taller londinense.
Cuenta Haydon que en un momento de esta ‘cena inmortal’, y habiendo bebido de más, uno empezó a despotricar contra Newton, “un tipo que no creía nada a menos que estuviera tan claro como los lados de un triángulo”. Keats — a quien años más tarde Borges le atribuiría la experiencia literaria más significativa de su vida — continuó el embate. Según la opinión de estos románticos Newton había destruido toda la poesía del arco iris al reducirlo a los colores del prisma. Finalmente todos brindaron: “¡A la salud de Newton, y confusión a las matemáticas!”.
Esta es la anécdota que pone en marcha a Unweaving the Rainbow (1998), el libro escrito por Richard Dawkins como una oda al “apetito por el asombro” que inspira a la ciencia. Entre sus páginas Dawkins aprovecha para advertir sobre la mala poesía en la ciencia, pero su balance es opuesto: “La ciencia es poética, y debe serlo. Tiene mucho que aprender de los poetas y debe poner a su servicio las imágenes y metáforas poéticas, para lograr inspirar”.
Curiosamente, una de las metáforas científicas más bastardeadas es obra suya y da su título a otro de sus libros. El Gen Egoísta, de 1976, es una de esas lecturas que nos hacen sentir menos solos. Sin duda es el libro que más fuertemente cambió mi mirada del mundo y fue entre sus páginas que desarrollé una sensibilidad que antes desconocía.
A pesar de mi temprano contacto con la poesía y la literatura (después de todo, crecí en un hogar hippie en la Patagonia), fue mi contacto con Dawkins el que me permitió apreciar las delicias del “mayor espectáculo en la Tierra”: la evolución. Debo dar crédito a mis padres por haber puesto una copia de este libro junto a otros sobre permacultura y Las enseñanzas de Don Juan.
“Creo que un universo ordenado, indiferente a las preocupaciones humanas, en el que todo tiene una explicación (aunque todavía nos falte mucho trecho por recorrer antes de encontrarla) es un lugar más hermoso y maravilloso que un universo engañado por una magia caprichosa y ad hoc”.
— Richard Dawkins, Unweaving the Rainbow (1998)
Recuerdo con nostalgia los viajes en colectivo leyendo sobre los comportamientos animales que fueron seleccionados evolutivamente y cómo estos, en razón de un entorno que los convierte en fortalezas o debilidades, se manifiestan. En particular, recuerdo ir parado en el colectivo 152 leyendo un capítulo en el que se describía cómo ciertas aves de la familia de los cuclillos ‘parasitan’ nidos de otras aves, poniendo allí sus huevos para que se los empollen. En esta carrera entre especies, gana quien logre la mejor imitación o quien la logre identificar a tiempo.
El libro ofrecía decenas de historias distintas. Por aquel entonces apenas si había tenido oportunidad de conversar sobre biología evolutiva pero no podía creer el mundo que se abría frente a mí. ¿De qué manera un relato creacionista — en el que un ente todopoderoso habría creado un universo a su antojo y luego diseñado cada una de las cosas en su interior — habría de parecerme más maravilloso que un relato que prescinde completamente de un creador?
A diferencia de lo que podrían haber sostenido los románticos que cuestionaban a Newton, la perspectiva científica sobre el mundo, lejos de quitarle magia, la revela. Claro que no se trata de magia en su sentido convencional, a veces peyorativo, sino en tanto fuente inagotable de asombro. Lo más hermoso de la labor científica es, sin duda, el esfuerzo constante por descubrir la clave detrás del truco. Más hermoso aún es caer en la cuenta de que para este tipo de magia no hace falta ningún mago.
Bertrand Russell famosamente celebraba el aire fresco de la ciencia, incluso cuando este pudiera hacernos temblar “luego del calor reconfortante de los mitos”. En sintonía, creo que el rechazo al discurso científico por deshumanizante, frío o falto de poesía no solo es errado, sino que es un poco perezoso. No solo los relatos reconfortantes que muchas veces se ponderan sobre el discurso científico dejan de lado el placer del asombro, sino que generalmente atentan directamente contra él. En vez de lanzarnos hacia el mundo para tratar de comprenderlo, para esforzarnos por entender cómo funcionan las cosas, suelen arrojarnos al más inútil solipsismo.
No es que la poesía sea algo malo, sino todo lo contrario. Lo malo está en afirmar una falsa dicotomía entre el relato poético y el relato científico. La ciencia, en cierto modo, ‘es’ poesía, y como tal está motivada por la búsqueda del asombro y la experimentación para saciarla, incluso cuando eso podría acabar con nuestra vida.
Como dice Jason Silva, hay un enorme contraste entre la banalidad y el asombro, entre el desinterés y el éxtasis, entre la desafección del aquí y ahora y el dejarnos cautivar por el presente. Los mitos reconfortantes son en gran parte responsables de nuestros hábitos mentales. Aquellas historias que nos hacen sentir bien, incluso cuando son falsas, hacen a nuestra zona de confort y nos aíslan de nuevos estímulos, disolviendo el interés por abarcar más realidad.
Lo maravilloso de la perspectiva científica sobre el universo es que renueva constantemente nuestra capacidad para sorprendernos. En la ciencia no hay verdades últimas, nada es indiscutible. Incluso el detalle más ínfimo puede enriquecerse a partir de la filosofía y las herramientas que la ciencia nos provee. En una curiosa coincidencia con Wordsworth, la ciencia también defiende que puesta la suficiente atención, hasta el más mínimo fragmento de realidad nos invita a maravillarnos.
Incluso si descubrieramos que no somos la única especie que formula teorías acerca de cómo funciona el universo, en tanto lo seamos parecería que es nuestra responsabilidad buscar la perplejidad. Hay una idea de Alan Watts, tan maravillosa como incomprensible, que sostiene que somos el universo teniendo experiencia de sí mismo. Indistintamente de si esto cae más del lado de la poesía que del discurso científico o filosófico, no deja de resultarnos desconcertante, y por lo tanto, amerita nuestra atención.
Silva también habla de aquellos momentos en que nuestra experiencia del universo se vuelve más significativa; momentos que nos marcan de tal modo que no nos llegan a abandonar; momentos en que sentimos que la experiencia vivida es tan diferente que nunca antes la sentimos. Estos momentos, dice, son momentos de inspiración, que puede rastrearse al griego πνέω o pnéō, “respirar”: dejar que el aire nos invada.
Esos momentos son los que reconfiguran nuestra experiencia del universo, y difícilmente alguien pueda argumentar que lo que resulta de ellos no es poesía.
“La sensación de fascinación y asombro que la ciencia puede darnos es una de las más grandes experiencias de la que es capaz la mente humana. Es una profunda vivencia estética comparable a la de la música y la poesía más sublimes. Es, ciertamente, una de las cosas que hacen que valga la pena vivir, y lo logra más efectivamente, si eso es posible, al convencemos de que nuestras vidas son finitas”.
— Richard Dawkins, Unweaving the Rainbow (1998)
Mientras nuestro apetito por lo desconocido se mantenga insatisfecho y aún tengamos la capacidad de maravillarnos, tendremos el deber moral de asombrarnos.