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El poeta y el programador
El poeta y el programador
El poeta y el programador
Un poeta romántico, en alguna escena decimonónica, observa con pavor a los engranajes de una máquina. Se figura que eso que ve es una metáfora de todo su contexto social. El avance avasallador de la técnica industrial hace, se dice, engranajes de todas las personas. Por suerte, él está por fuera de eso. Acostumbra a alejarse a toda costa. Suele pasear por los campos, detenerse en el cielo, escribir un poema que lo salve, y con él a toda la humanidad. Es la palabra escrita su refugio. Levanta la vista, y detrás de la máquina puede entrever un ejército de contadores, que forman una cuadrícula por detrás de los escritorios, calculando réditos y costos, y proyectando quién sabe qué para esa fábrica. Los mira, risueño y soberbio, y en ese instante se hace un pronunciamiento implícito. La contaduría es el némesis de la poesía. Es su opuesto. El afán por atender a números, la enorme atención por tantas cosas mundanas, son distracciones de las cosas más bellas de la vida, son obstáculos que opacan la luz que él puede ver, son nada más que prisiones del alma. Él, poeta, no sólo es libre, sino que sabe siempre liberarse. Sabe escribir sonetos que hacen de cualquier pared una ventana y logran desaparecer toda cadena. Tiene, en su biblioteca, un mundo en cada libro, y sabe leer de modo tal de recrearlo por completo y vivir, el rato que quiera, en cualquier rincón accesible a la imaginación humana.
Unos doscientos años después, un buen lector de aquel poeta piensa de manera similar. Ve, en el avance de la tecnología y de la computación, otra expresión de las cuadrículas, y las almas grises, y los aborrecibles números que encarcelan al vuelo libre de los corazones. Ve en los programadores a la vieja figura del contador. Mecánico, alienado, patético. Sus vidas parecen ser la coreografía de un robot.
Ninguno de ambos poetas se enteró de la historia que pasaré a comentar.
La palabra escrita tuvo un origen. Este se supo en algún momento por quienes la originaron, por supuesto, pero en el transcurso de los siglos se olvidó, y se redescubrió mucho más tarde. La primera escritura que apareció sobre la faz de la tierra fue la que utilizó la primera civilización en habitarla: los sumerios. Esto ocurrió en la mesopotamia de los ríos Tigris y Éufrates, donde la fertilidad de la tierra incitó a algún grupo de gente a enterrar semillas y esperar. Eventualmente esta técnica, que permite obtener comida de un modo que ofrece tiempo libre, derivó en el sedentarismo, las estructuras sociales complejas, las jerarquías de poder y la propiedad privada, fundando así a la civilización. Unos cinco milenios después de que naciera esta, y unos cinco milenios antes de ahora, aparecía la palabra escrita, de la mano de la llamada escritura cuneiforme. “Cuneiforme” significa “con forma de cuña”, y se llamaba así porque las letras tenían forma de cuñas, muy probablemente porque este era el modo más fácil de escribir símbolos en tablas de barro (tallar líneas curvas cuesta más). Un dato interesante es que todas las primeras tablas que fueron escritas en cuneiforme se perdieron, debido a una inundación allá por el 2800 a.C. Fue esta inundación la que dio lugar al mito del diluvio universal, primero escrito por los acadios en el poema épico de Gilgamesh y luego retomado por la tradición judeocristiana en El Arca de Noé.
Pasaron siglos desde que los investigadores europeos supieron de la existencia de la escritura cuneiforme hasta que la pudieron descifrar. El hito clave para desentrañarla fue el hallazgo de la inscripción de Behistún, en el actual Irán, que contenía el mismo texto en tres idiomas: persa antiguo, elamita y babilonio. Algunas décadas antes, había acontecido algo similar con la piedra de Rosetta para la egiptología. Era una piedra que contenía el mismo texto en jeroglíficos, demótica y griego antiguo, y permitió, por comparación, interpretar a la escritura egipcia.
Una vez que los hechos se olvidan, la historia se hace por reconstrucción. Se cuenta con algunos datos, y luego se imaginan ciertas hipótesis que podrían explicarlos. Con el tiempo, se supone que el pensamiento racional, y la obtención sucesiva de nuevos datos, harían coincidir a las hipótesis más aceptadas con los hechos tal cual sucedieron en realidad. Suele haber un patrón: cuanto más antigüos son los hechos, sabemos menos cosas. A menudo, existen muchos eventos sobre los cuales la única información que nos llega son testimonios escritos por personas que también estuvieron espacial y temporalmente muy lejos. Entonces se da lugar a la ilusión y el mito. Nos quedan historias como la de la guerra de Troya, que mezclan ficción y realidad, cuentos sobre bestias marinas, gigantes, y sabidurías ancestrales, conocedoras de secretos del universo que fueron olvidados. La inscripción de Behistún tenía su propio abanico de orígenes míticos: que fue escrita por reinas, o por amantes enamorados, entre diversos desafíos que imponía la vida.
La piedra de Rosetta permitió elucidar las maravillosas tradiciones del antiguo Egipto: la explicación de los rituales de entierro para faraones, las instrucciones de cómo funcionaba la vida tras la muerte, el poder mágico de los sacerdotes, los animales sagrados, y la presentación de su panteón de dioses por demás creativo. Después de eso, la expectativa era alta para la escritura cuneiforme. La inscripción de Behistún incluía estatuas, estaba tallada en lo alto de una montaña, y la escritura cuneiforme era mucho más confusa y antigua. La imaginación se disparaba. ¿Qué conocimientos ancestrales, qué fantasías, qué verdades portentosas habrían sido las primeras merecedoras de escrituras? ¿Qué revelación, qué conocimiento oculto y sacerdotal había sido el primero en plasmarse en la escritura? ¿Cuál era el formidable origen de la palabra escrita, cuna de la imaginación y de la extravagancia, fundamento de la vida del poeta?
Una vez descifradas las lenguas cuneiformes, muchos soñadores se desilusionaron. La enorme mayoría de las tablillas que quedaron no eran más que la documentación de transacciones: cuántas vasijas de tal grano se iban, cuántas de tal bebida llegaban, cuánto se había pagado por tal o cual cosa. El primer motor de la escritura fue el de mantener registros de compraventa. Lo único que tiene de onírico el origen de la escritura es que nació para contar ovejas.
Poco saben, los poetas críticos del siglo XIX, que la palabra escrita, mágica, poética y fantástica, es hija de la contaduría. Poco entienden que formular como némesis al contador sólo muestra una falta de perspectiva histórica, y una ignorancia de la estrecha relación que tiene la expresión artística con la herramienta. Los problemas mundanos dan origen a soluciones mundanas, que amplían el abanico de métodos del arte. La contaduría, a través de los siglos, y en interacción con la creatividad oriunda de la tradición oral, dio origen a los poemas épicos, a la dramaturgia, al cuento y la novela.
Cuando el aspirante a poeta romántico, durante el siglo XXI, observa con pavor a la programación, no solo repite el error de quien, en la primera escena, vituperaba al ejército de contadores. Se está cerrando a toda la magia que puede ofrecer una nueva herramienta, está poniendo trabas a su propia creatividad. Si la contaduría, con los siglos, nos dio a la literatura, ¿qué nos deparará en el arte la computación? ¿Cuántas de sus posibilidades todavía no fueron exploradas? ¿Qué porciones de la creatividad humana nos quedan aún por descubrir?