Enfado, gratitud y culpa

Emociones y reciprocidad

Saber vivir en comunidad es difícil.

Antes que nada, requiere que los individuos no perjudiquen a otros en beneficio propio. Cualquier comunidad colapsa cuando todos se roban comida entre sí en lugar de ayudar a cazar. 

Por este motivo, las comunidades requieren mecanismos para que a los individuos les convenga hacer cosas buenas para el grupo. En teoría de juegos, este requisito se conoce como el problema de la alineación de incentivos.

Todas las redes de colaboración necesitan un mecanismo de alineación de incentivos para no colapsar.

Los babuinos y los orangutanes saben vivir en comunidad, pero no razonan sobre economía ni teoría de juegos. Durante la mayoría del tiempo, las personas tampoco, porque razonar es cognitiva y energéticamente costoso. Las personas, los babuinos y los orangutanes vivimos en comunidad sin pensar en estas cosas.

Esto es porque implementamos mecanismos de alineación de incentivos inconscientemente. Algunas emociones son heurísticas que nos ayudan a lograrlo.

En los años 80, Axelrod y Hamilton publicaron un artículo titulado “La Evolución de la Cooperación”. Sus descubrimientos explican cómo el enfado y la gratitud gestan redes de colaboración.

El punto de partida es el dilema del prisionero, un escenario en que lo mejor para un grupo de dos es colaborar, pero a cada individuo le conviene traicionar al otro. En la práctica, la gratitud y el enfado resuelven el dilema del prisionero.

Supongamos que dos personas pueden producir comida con las reglas siguientes:

  1. Si los dos colaboramos para producir pan, obtendremos un pan cada uno.

  2. Si uno intenta colaborar y el otro decide traicionarlo, el traidor roba dos panes a su compañero. Como resultado, el traidor obtendrá dos panes y el colaborador perderá dos.

  3. Si ambos decidimos traicionarnos mutuamente, forcejearemos y perderemos un pan cada uno.

Podemos dibujar las reglas en la siguiente tabla, que se interpreta como: “Si el otro colabora y yo colaboro, yo gano un pan y él gana un pan, si el otro colabora y yo lo traiciono, yo gano dos panes y él pierde dos panes, etc”.

Pensando como grupo, lo mejor es colaborar, porque así conseguiremos dos panes en total, y lo peor es traicionarnos mutuamente, porque así perderemos dos panes. 

Sin embargo, pensando como individuos, a cada uno le conviene traicionar a su compañero. Supongamos que la otra persona colabora. En ese caso, yo podré colaborar y ganar un pan o traicionarlo y ganar dos panes. Si el otro colabora, me conviene traicionarlo.

Ahora supongamos que el otro me traiciona. En ese caso, puedo colaborar y perder dos panes o traicionarlo y perder sólo uno. Si el otro me traiciona, también me conviene traicionarlo.

Tanto si el otro colabora como si me traiciona, me conviene traicionarlo, aunque lo mejor para el grupo es que colaboremos. La situación que acabamos de describir es un dilema del prisionero. La colaboración sólo puede emerger si algún mecanismo alinea nuestros incentivos.

Axelrod y Hamilton notaron que el dilema del prisionero es muy distinto cuando jugamos muchas veces seguidas en lugar de una sola vez.

Observemos que en una comunidad, nos encontramos una y otra vez con las mismas caras. Al encontrarnos muchas veces, ya no sirve pensar el costo-beneficio de cada encuentro aislado, porque se juega con un historial. Recordamos cómo nos trataron en el pasado y podemos actuar en consecuencia. Además, cada decisión que tomemos pesará sobre cómo nos traten en el futuro. Esta variación del problema, en que los participantes se pueden encontrar muchas veces seguidas en un dilema del prisionero, se llama “dilema del prisionero iterado”.

En el dilema del prisionero, sólo decidíamos si colaborar o traicionar. En el dilema del prisionero iterado, hay un sinfín de estrategias posibles. Una estrategia es como una tabla que nos dice qué hacer para cada historial de encuentros posible, por ejemplo: “Si en los tres turnos anteriores me traicionó y yo colaboré, voy a traicionarlo. Si colaboró en tres de los últimos cinco encuentros, voy a colaborar. Si colaboró en el último encuentro y yo lo traicioné, voy a colaborar…”.

Las estrategias pueden ser tan simples o complicadas como se desee. 

Cuando Axelrod estaba investigando el problema, decidió armar un torneo de estrategias. Llamó a varios investigadores para que cada uno propusiera una. Luego las puso a interactuar, y analizó cuántos panes obtenía cada una después de varias interacciones.

La estrategia que mejor funcionó en el largo plazo era sorprendentemente simple:

  1. Empezar colaborando.

  2. En los siguientes encuentros, hacer lo que hizo la otra persona en el encuentro anterior. Si colaboró, colaborar. Si traicionó, traicionar.

En la bibliografía, esta estrategia se llama “reciprocidad”. La reciprocidad es exitosa porque logra que a cualquier persona que interactúe muchas veces con nosotros le convenga colaborar.

Por ejemplo, si nos encontramos dos veces y las dos personas colaboramos en ambos turnos, obtendremos dos panes cada uno. 

Si en algún momento la otra persona decide traicionarme y yo estoy implementando la reciprocidad, obtendrá menos panes que si siempre colaborara conmigo. 

Ejemplo 1

Ejemplo 2

La estrategia es tan simple que fácilmente puede transformarse en una heurística del comportamiento que puedan implementar las personas y los orangutanes. El enfado es una heurística que nos lleva a traicionar a quien nos acaba de traicionar, y la gratitud nos lleva a colaborar con quien acaba de colaborar con nosotros. El enfado es una emoción displacentera porque representa una situación en la que no nos conviene estar, y la gratitud es placentera porque representa una posición conveniente. 

Si razonamos cada dilema del prisionero de manera aislada, como al principio, elegiremos traicionar al otro participante. En contextos de reciprocidad, este error nos costará varios panes. Los estudiantes de economía cometen ese error con más frecuencia que la media poblacional. Las emociones parecen localmente irracionales, pero procesan información compleja sobre nuestra red social para adaptarnos a entornos comunitarios.

Hay una tercera emoción que completa la reciprocidad. La dinámica de gratitud y enfado tiene un problema, que son los ciclos de traiciones. 

Supongamos que dos personas implementan la reciprocidad, pero que en un momento una persona traiciona a la otra. Puede hacerlo sin querer o por falta de información. Puede hacerlo para probar si el otro implementa la reciprocidad o colabora ciegamente, para saber si puede explotar su falta de enfado y traicionarlo sin repercusiones. 

Cuando A traiciona a B, B se enfada. En el próximo turno, B traiciona a A. Entonces A se enfada y en el siguiente turno traiciona a B. El ciclo continúa indefinidamente y nunca se recupera la colaboración mutua. 

Los ciclos de traiciones pueden detenerse antes de empezar: si notamos que fuimos los primeros en traicionar, podemos tolerar que nos penalicen y seguir colaborando en lugar de reaccionar ante la penalización y entrar en un ciclo de traiciones. Cuando seguimos colaborando a pesar de recibir la penalización por traicionar, la reciprocidad del otro participante permitirá que restauremos la colaboración.

Hay una emoción que nos pide redimirnos cuando sentimos que hicimos daño, y tolerar penalizaciones mientras seguimos siendo buenos con el otro: la culpa. La culpa, como el enfado, es una emoción displacentera porque representa una posición que nos conviene evitar.

El enfado, la gratitud y la culpa eran suficientes para promover la colaboración en comunidades pequeñas. Sin embargo, pierden eficacia cuando el tejido social se hiperconecta.

Empezamos observando que la reciprocidad funciona para promover la colaboración entre dos personas cuando se reencuentran muchas veces. Si se encuentran una sola vez, o la probabilidad de reencuentro es muy baja, vuelve el dilema del prisionero tradicional, y traicionarse vuelve a convenir.

Cuanto más nos conectamos, podemos interactuar con más personas. Al hiperconectarnos, la probabilidad de reencontrarnos disminuye y la reciprocidad deja de promover la colaboración. Es más probable omitir la propina en un restaurante al que nunca volveremos. 

En redes de conectividad media, la reciprocidad forma redes robustas de colaboración. Que las redes de colaboración sean robustas significa que cualquiera que deje de colaborar va a estar peor. Esta dinámica funciona como “factor corrector” que preserva el invariante en que todos colaboran. La hiperconectividad rompe el invariante.

Los efectos de la conectividad sobre la reciprocidad son contundentes. Es más probable que te ayuden a arreglar el auto en una comunidad rural que en una gran ciudad. Como contraparte, también es mucho más probable que las personas respondan violentamente ante un insulto en las comunidades rurales o en grupos más desconectados. 

En el otro extremo, los insultos suelen quedar impunes en internet. Algunas personas se acostumbran a insultar en internet y reciben puñetazos al insultar en la calle. Otras, acostumbradas a la nueva dinámica, reciben insultos de frente y los reciben con resignación. 

Hemos dicho que la reciprocidad deja de promover la colaboración en las grandes ciudades. Sin embargo, la gente también colabora en las ciudades. Se juntan en empresas o cooperativas para producir, y suelen vivir de sus ingresos en lugar de robarle a otros transeúntes.

Esto sucede porque hay otros mecanismo que promueven la colaboración además de la reciprocidad. En las empresas, tenemos jefes que nos penalizan si no trabajamos. En la calle, hay policías que nos penalizan si robamos. En estos casos, el mecanismo de alineación de incentivos es el liderazgo: una autoridad central penaliza a quienes faltan a colaborar.

La reciprocidad y el liderazgo no sólo median la colaboración entre personas, sino entre grupos de personas. Muchas tribus gobernaban su colaboración interior mediante liderazgo, pero colaboraban entre tribus mediante leyes de reciprocidad. Se compartían ofrendas mutuas como expresión de gratitud, y dejaban de compartir ofrendas, o incluso se ofendían y penalizaban, cuando las otras tribus faltaban a la reciprocidad.

A medida que la tecnología avanzó, muchas tribus empezaron a colaborar entre sí bajo redes de liderazgo. En la antigüedad, muchas religiones politeístas representaban las relaciones de liderazgo entre tribus. Si la tribu A, seguidora del dios “Axaxaxaxas”, subordinaba a la tribu B, seguidora del dios “Mlö”, era probable que ambas tribus terminaran con un panteón politeísta en que Axaxaxas fuera un dios jerarca o principal y Mlö fuera un dios subordinado o secundario.

Cuando no hay una autoridad central, la reciprocidad es necesaria. Es conveniente traicionar a cualquiera que no tome represalias ante las traiciones. Las personas que no penalizan a sus traidores también perjudican a terceros, porque promueven a los traidores en el ecosistema. Si yo supiera que hay muchos bonachones en el mundo que no harán nada si los traiciono, sería más probable que intentara traicionar a alguien.

Cuando hay una autoridad central, la reciprocidad se vuelve contraproducente porque duplica las penas. Si tanto la autoridad como el damnificado penalizan al traidor, aumenta la violencia, se consumen más recursos de los necesarios, y pueden generarse ciclos de venganzas cuando la pena se percibe como desproporcionada. 

Por eso, en contextos de liderazgo, como las empresas y los jardines de infantes, las personas aprendemos a aguantarnos y moderar el enfado.

A nivel religioso, la centralización de los liderazgos tuvo un efecto similar. Cuando las tribus cooperaban por reciprocidad, la moral imperante era la ley del talión: ojo por ojo, diente por diente. Cuando los imperios se centralizaron, la penalización se delegó en la máxima autoridad. Desde entonces, a los simples mortales de occidente nos piden “poner la otra mejilla” ante las traiciones.

¡Hola!

Soy Juan, autor de la nota que acabás de leer. Si te interesa la propuesta, probablemente le interese a algún amigo o amiga tuyos. Sólo con recomendar esta newsletter me ayudás un montón.

Esta fue la primera nota del ciclo de emociones. La reciprocidad es el primero de los invariantes estables del comportamiento humano en una red social.

Mañana vamos a ver cómo funciona el estatus en las comunidades, y pasado mañana vamos a ver cómo la felicidad y la depresión perciben las dinámicas de estatus y nos sugieren comportamientos convenientes.

El artículo que fundó el estudio de la reciprocidad se llama “The Evolution of Cooperation” y fue escrito por Hamilton, un biólogo evolutivo, y Axelrod, un científico social. Después, Axelrod expandió las observaciones y las publicó en un libro muy recomendable, también llamado “The Evolution of Cooperation”.

La presencia mayor de dinámicas de reciprocidad en comunidades rurales o desconectadas que en comunidades urbanas o de mayor conectividad se estudia bajo el nombre de “Éticas del honor”. Las éticas del honor también incluyen la defensa de la reputación, fenómeno que presentaremos mañana. Un artículo célebre para comprender las éticas de la reputación es “Southern Honor: Ethics and Behavior in the Old South”, de Wyatt-Brown y Bertram, publicado en 2007.

Sobre el curso de filosofía networkista que mencioné la vez pasada, estamos averigüando dónde hacerlo. Probablemente consista en tres módulos independientes, cada uno de cuatro encuentros semanales. El primero tendrá una introducción al networkismo y una teoría sobre cómo funciona la historia de los sistemas económicos. El segundo tratará nuestra moral y nuestras emociones desde la perspectiva de las redes. El tercero será epistemológico, presentando al networkismo como un paradigma de pensamiento computacional, en diálogo con algunas intuiciones de la modernidad y la posmodernidad. Cada encuentro durará dos horas y consistirá en una exposición de cuarenta o cincuenta minutos y un espacio para debatir, pensar y responder preguntas.

Un abrazo grande y muchas gracias,

Juan