Estamos en la víspera de una revolución copernicana

Estamos en la víspera de una revolución copernicana

Cuando parece que está todo dicho es cuando más hay por decir

A fines del siglo XIX, parecía que en la física ya estaba todo dicho. Hay una frase, atribuida a Lord Kelvin, que transmite esa sensación: “Ya no hay nada nuevo por descubrirse en materia de física. Todo lo que resta es encontrar mediciones más precisas.”

Parecía que no quedaba nada por descubrirse; y que las teorías podían afinar algún que otro detalle pero nada más. La estructura general de las teorías se había encontrado y el proyecto positivista había salido airoso. Nacía el siglo XX con la física “resuelta”.

Un par de décadas después, no sólo estalló la física. Los nacimientos de la física cuántica y de la teoría de la relatividad general, prácticamente seguidos y de impacto incalculable, implicaron quiebres críticos en casi todas todas las disciplinas. 

La teoría de la relatividad demostró que el mismísimo paso del tiempo era relativo. Por lo menos desde la modernidad, el paso del tiempo se consideraba absolutamente objetivo e igual en todos lados. Dicha tesis, fundamental para la física desde Newton, se echaba por tierra de un día para otro. Además, la relatividad dio entidad física “real” a una geometría no euclídea (es decir, a un sistema geométrico que negaba parte de los axiomas de Euclides). Con esto, se terminó por deshacer el concepto de “verdad matemática”, porque ahora se podían usar geometrías “distintas” para representar la realidad. Para entonces, el único argumento que quedaba para afirmar que los axiomas de Euclides eran los verdaderos, en oposición a los de las geometrías no euclídeas, era que la geometría euclídea era realmente la “geometría del universo”. Con la relatividad general, la geometría euclídea perdía el monopolio de la representación del espacio físico, y de esta manera, se deshacía la asimilación entre teoremas y verdades, en un occidente que durante siglos había tomado a la matemática como una fuente inagotable e indubitable de verdades objetivas. El impacto de estos efectos fue abismal, y el relativismo que creció en el siglo XX es indisociable de los mismos (y del uso del término “relatividad” en el título de una teoría tan exitosa).

Si la relatividad era insuficiente para dar vuelta los preconceptos del siglo XIX, llegaba la física cuántica a rematar la faena. Parecía que al final Dios sí jugaba a los dados. Que la cuántica pareciera implicar un azar intrínseco al devenir del universo pateaba el tablero de dos modos, uno evidente y uno profundo. 

El evidente era la intromisión del azar, que daba por tierra el sueño determinista de Pierre Laplace, la propuesta decimonónica que afirmaba que si se conociera la posición y dirección de toda partícula del universo podría inferirse toda su trayectoria pasada y toda su trayectoria futura mediante las leyes de Newton. De esa manera, la ciencia podría iluminar los recovecos inescrutables para la historia o la adivinación, como los gestos que ponía Julio César al afeitarse o los resultados de los próximos partidos de Boca. Con el principio de incertidumbre de Heisemberg, el horizonte utópico de la ciencia omnisciente se caía: había límites insuperables al conocimiento humano de la naturaleza. 

El impacto profundo radica en el “pareciera”: aunque la interpretación más difundida está asociada al azar y la probabilidad, no estaba claro cómo interpretar, desde el lenguaje cotidiano, las implicancias de los resultados de la física cuántica. Las fórmulas usaban teoría de la probabilidad, pero el funcionamiento de las partículas subatómicas es tan contraintuitivo que su interpretación verbal es distinta para distintas personas. Con ello, se ponía en evidencia las limitaciones de nuestro propio lenguaje para interpretar la realidad, ya no en una conversación entre filósofxs, sino entre científicxs que buscaban interpretar un resultado. Sin ir más lejos, ese golpe contribuyó al nacimiento del giro lingüístico, que atravesó a todas las filosofías del siglo XX, y puso más leña al fuego al relativismo que Einstein sin querer había fomentado.

A fines del siglo XIX, parecía que en la física ya estaba todo dicho, y pronto todo estalló. La sensación de que ya está todo dicho y hecho no es más que la calma que precede a las tormentas. Cuando parece que está todo dicho es porque ya se encontraron, expusieron y emparcharon todos los recovecos imprecisos de los marcos teóricos imperantes.

Algo similar había sucedido, varios siglos antes, con la revolución copernicana. Para entonces, ya estaba determinada, con gran nivel de precisión, la trayectoria de varios planetas del sistema solar. El paradigma imperante era geocéntrico: la tierra era el centro del universo, y todo movimiento planetario debía explicarse apelando únicamente a movimientos perfectamente circulares alrededor de la tierra. 

Sin embargo, las órbitas que se percibían desde la tierra mostraban cierta complejidad. Por ejemplo algunos planetas, como Mercurio, tienen etapas retrógradas: durante parte del año, parecen retroceder y luego seguir avanzando. 

Para explicar estos movimientos, se había construido la noción de epiciclo. Los epiciclos eran órbitas que orbitaban órbitas: en lugar de que mercurio orbitara circularmente a la tierra, seguía una órbita pequeña cuyo centro orbitaba la tierra, como si mercurio fuera un satélite de un cuerpo invisible que orbitara la tierra. De esta manera, el movimiento retrógrado podía explicarse: cuando parecía que el planeta iba para atrás, era porque estaba orbitando el epiciclo en dirección contraria a la del propio epiciclo.

Cuando llegó Copérnico, no buscaba explicar fenómenos nuevos. Casi todo lo que explicó ya tenía explicaciones desde el paradigma geocéntrico. Lo que hizo fue conectar los puntos de lo que ya estaba dicho, y su explicación unificada dio una concepción del universo que sentó las bases de la física posterior, a tal punto que siempre que hablamos de revoluciones del conocimiento usamos la expresión “revolución copernicana”.

Cuando parece que ya está todo dicho es porque hay una maraña de observaciones que no son más que puntos a la espera de ser conectados, de algún modo nuevo, que muestre los patrones simples que subyacen a la aparente complejidad. Cuando parece que ya está todo dicho es cuando se dan los clics: Las diversas explicaciones se interpolan desde nuevos modelos, sorprendentes e insospechados, que explican al unísono fenómenos diversos. Así, amplían los horizontes de análisis y desarrollo hacia horizontes que antes no podían siquiera imaginarse.

Desde hace varios años, en las humanidades, parece que ya está todo dicho.