Frustración y simplismo

Frustración y simplismo

Frustración y simplismo

Un economista liberal tiene un exabrupto en televisión. Por desgracia, no es la primera vez que esto sucede. No se encontraba en un debate acalorado. Al contrario, era una conversación amena hasta que alguien manifestó su desacuerdo con algunos de los puntos que este exponía. La frustración pudo más que él. Ahora las venas de su frente exageran su relieve, su rostro se tiñe colorado, y su garganta sufre vociferar insultos a más no poder. Pese a la ostensible irracionalidad del hecho, todo el exabrupto sigue una línea clara: acusar a su interlocutor de carecer absolutamente de intelecto.

No es difícil entender su frustración. Hay un modelo simple del cual se deducen verdades fácilmente. Cualquier persona medianamente formada, con cierta aptitud para el razonamiento, podría seguir sus hilos argumentativos: El mercado, cuando es libre, equilibra los precios e iguala la oferta a la demanda de cualquier bien o servicio. Logra, por sí sólo, el modo más eficiente de organizar toda la producción económica. Cualquiera podría notar que de esto se deduce que cualquier intervención sobre la evolución del mercado resulta en un corrimiento del estado más eficiente, y por lo tanto, en el aumento de las ineficiencias. Es tan simple el concepto y tan fácil de ver, que nuestro economista queda atónito ante las respuestas que se le dan. Si alguien no entiende algo tan fácil es porque no va a entender nada, o peor, porque no quiere entender. De cualquier manera, es alguien con quien no se puede hablar. La necedad despierta furia que se traduce en las palabrotas del  sensato liberal.

Debo confesar que en años más mozos corrí, más de una vez, una suerte similar. No fue desde las ideas liberales sino desde las marxistas. La relación dialéctica entre burguesía y proletariado, con gente que era dueña de los medios de producción y gente que era asalariada, era demasiado simple como para no ser comprendida. La plusvalía se puede explicar en menos de cinco minutos: los trabajadores generan un valor de 500 pesos en productos que se venden en el mercado, pero reciben sólo 200 de salario, el resto queda en los bolsillos del capitalista, que se apropiaba del fruto del trabajo ajeno. Cualquiera que no pudiera verlo era para mí un necio o un incompetente.

El problema era el mismo en ambos casos. Las ideas simples no eran difíciles de entender, eran difíciles de creer.

Resulta que, contra las consignas elocuentes del economista, la autorregulación de la producción a partir del mercado es mucho más lenta que los procesos que requieren sus respuestas, lo cual lleva a la existencia de una persistente tasa de desempleo. El mercado, librado a su suerte, deviene en la constitución de oligopolios que destruyen a la competencia perfecta y así a la eficiencia del mercado. Resulta que además existen las corridas bancarias, muchas veces debido a interacciones personales y extraeconómicas. Hay equilibrios de Nash en que la búsqueda del beneficio personal de cada parte llevan a que todos estén peor de lo que podrían estar, hay externalidades negativas ambientales y hay pobreza estructural. Resulta que, por otra parte, la revolución no se hizo en Alemania sino en Rusia y que la línea de corte entre burguesía y proletariado es mucho más difusa en el capitalismo actual que en los tiempos de Marx. Por otra parte, hay muchos modos posibles de organizar un sistema económico bajo consignas socialistas, y que por lo tanto no basta con coincidir en el color de la bandera para tener claro qué hacer después. Resulta también que, por algún motivo, el modo de organización que se estableció en diversos estados durante el siglo XX devino sistemáticamente en burocracias y militarización.

La realidad es compleja. Cuando los modelos son demasiado simples, o tienen supuestos de aplicación muy poco realistas, van a cometer errores de predicción, y por lo tanto errores estratégicos. Entonces se vuelven menos creíbles. Claro que si están formulados en modelos matemáticos consistentes van a permitir hacer deducciones, pero esto solo implica que sus conclusiones serían adecuadas si acaso fueran ciertas sus hipótesis. 

Naturalmente, en estos casos, los errores de predicción demostrarían la falsedad de las teorías. Entonces se vuelve necesario dar respuestas ad hoc, para evitar conclusiones inconvenientes: lo que sucedió en la Unión Soviética no fue verdadero socialismo, lo que aconteció en los ochenta y los noventa en América Latina no era realmente liberalismo económico.

No puede exigirse a la realidad que se simplifique. Si un modelo es demasiado simple como para modelarla, el problema está en el modelo, no en la realidad. Con los sistemas sociales, en que la voluntad humana es una pieza del fenómeno real, es fácil echar culpas: el error principal está en las personas, por no comportarse del modo en que deberían para que todo funcione de manera adecuada. 

Precisamente porque todo modelo simple de los sistemas complejos está destinado a incurrir en errores de modelado es que es posible que haya tanto desacuerdo entre modelos que pretenden explicar cómo funciona efectivamente nuestra sociedad. Como todos ellos van a equivocarse en algún lado, eligen cómo y dónde hacerlo. Se prioriza qué predecir correctamente, lo que implícitamente significa elegir una equivocación, cada uno hacia la conclusión que mejor le parezca. Unos, de un modo que beneficia a la plutocracia y justifica las fuerzas represivas del capitalismo, otros de un modo que fomenta la homogeneización artificial de las sociedades socialistas y justifica la coerción y la propaganda desmedida.

Así como las crisis más importantes que enfrentamos como humanidad, de extrema desigualdad y concentración de poder, hambre, enfermedades fatales curables y colapso ambiental, no son resolubles mediante el mercado, tampoco son suficientes los modelos marxistas tradicionales para ofrecernos una alternativa plausible.

Frente al desacuerdo y la duda respecto de las propuestas simples no hay que enfurecerse. Hay que preguntarse qué hay de implausible en nuestras afirmaciones y trabajar para refinarlas, corregirlas, adecuarlas a la realidad. Sólo así podremos construir estrategias satisfactorias y formas más humanas de gobierno y organización.