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Futuros y desafíos
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El tronco de los árboles
Hay un árbol al lado de otro. Fotosíntesis de por medio, ambos se alimentan de luz solar. Están a unos tres metros de distancia y tienen la misma altura, pero resulta que ambos quieren comer más. Se hacen, mutuamente, un poco de sombra, de manera que para cada uno de los árboles, las ramas más bajas del lado que limita con el otro quedan casi todo el día sin recibir un solo rayo de luz solar. Uno de ellos decide crecer un poco. Espera que con esto, los recursos invertidos en el tronco y en la altura se costeen ganando en sol eso que antes era sombra.
El otro árbol se queda todavía más hambriento. La poca sombra que sufría ahora creció. No le queda otra alternativa, para sobrevivir, que imitar la iniciativa de su contrincante. En un intento de evitar que vuelva a suceder algo así, reproduce la iniciativa con creces, duplicando el estirón que había ejercitado el primer árbol.
Ahora se encuentran en la situación inversa, y es el primer árbol quien se encuentra en un aprieto. Falto de opciones, hace lo mismo. Luego el segundo, luego el primero. Se desarrolla así una escalada de alturas (valga la redundancia), en que ambos troncos crecen indefinidamente.
Los dos árboles destinan una enorme cantidad de energía y de nutrientes al desarrollo de sus troncos. Al final, los dos terminan recibiendo la misma cantidad de luz que al principio, pero en el camino, por pensar desde la competencia, terminan despilfarrando en tronco sus recursos comunes, el suelo y sol que ambos comparten.
Este tipo de dinámicas, de pérdida irremediable de recursos dada meramente por la competencia, son moneda corriente en el mundo actual. Podemos pensar, por ejemplo, que los árboles son empresas, la luz es su ganancia, y los troncos son el gasto de recursos humanos y naturales en publicidad. ¿Cuántas otras ineficiencias nos rodean por no pensar en el bienestar común?
La paradoja de Zanon
Llega el día más augurado por los socialistas del mundo: todos los trabajadores adquieren conciencia de clase y se organizan para disolver la explotación del ser humano por el ser humano.
El quid de la cuestión, dicen, está en la plusvalía, es decir, en el ingreso extraordinario que obtienen los dueños de las empresas a costa de sus trabajadores. Los empleados generan un valor de un millón de pesos. De estos, trescientos mil van a parar a diversos costos de alquileres y amortización de capitales, y otros trescientos mil se reparten en salarios para los que trabajaron. El restante queda como ganancia de los inversores, que con esto acumulan un capital todavía mayor y pueden usar para obtener ingresos extraordinarios aún más pronunciados.
Pero el espíritu revolucionario, este maravilloso día, puede más. Todo el capital pasa a manos populares. Cada empresa en el planeta tierra se transforma en una cooperativa, en que son los propios trabajadores quienes disponen del capital, y reparten las ganancias de manera justa, debatida y organizada. Desaparece la plusvalía, y con ella, la explotación capitalista.
Ahora no son los intereses de los accionistas lo que dirige a la producción, sino de los trabajadores. Cada cooperativa sigue existiendo en un contexto de mercado. No desaparece la competencia empresarial.
Sigue existiendo la inversión en publicidad. Las cooperativas, para sobrevivir y para mejorar las condiciones de vida de sus trabajadores, continúan buscando aumentar sus ganancias. No dejan de usar los recursos naturales en un contexto de mercado.
Hay un destino trágico que tienen los sistemas de pensamiento individual. Cuando cada parte busca maximizar sus propias ganancias a costa de recursos comunes, sin ningún tipo de regulación integrada o central, terminan por agotar, destruir o contaminar dichos recursos.
En economía, se llama “tragedia de los comunes” a este tipo de dinámicas. El ejemplo canónico, popularizado por Garrett Hardin en 1968, y publicado en el siglo XIX por William Forster Lloyd, es el siguiente: hay un campo compartido por varios pastores. Cada uno de ellos tiene una cierta cantidad de animales que pastan ahí. El pastizal, lamentablemente, tiene una capacidad límite. Una vez que se llega a un número máximo de cabezas de ganado, se terminan comiendo todo el pasto, agotan el recurso, y eventualmente mueren de hambre. Los pastores, racionales e individualistas, saben lo que está sucediendo. Sin embargo, al calcular qué es lo que deberían hacer, siempre concluyen que lo más razonable es incrementar el tamaño de su rebaño. Esto es porque cada uno de ellos obtiene todo el beneficio de añadir un animal, pero sólo parte de los costos, que son repartidos entre todos. Sea lo que sea que haga el resto, en cualquier situación, la ganancia esperada de cada uno es siempre mayor si aumenta su ganado. El sistema de competencia e individualismo condiciona a cada uno a buscar crecer sin límites, en un mundo limitado, en que superado un umbral máximo de crecimiento total, los recursos colapsan y dejan de poder abastecer a la población.
Este es el principal problema que tiene el capitalismo en relación al medio ambiente. La búsqueda de ganancia de los capitalistas no es el único problema, a fin de cuentas, eso tan sólo afecta a la distribución de ingresos al interior de las empresas. El problema es que haya empresas diferentes, compitiendo entre sí, cada una buscando maximizar sus propias ganancias, y sin organizar de manera común y racional el tratamiento de los recursos naturales.
Con las cooperativas y el medio ambiente, salvo que se diseñe una forma de organización ulterior, podría repetirse la misma dinámica. Aumentar el número de personas en que se repartan las ganancias netas al interior de las empresas no evita que entre compañías haya una estructura económica que tienda a la tragedia de los comunes.
Ese día maravilloso, triunfa la revolución. El crecimiento de cada empresa ya no responde al interés de sus capitalistas, sino a la mejora de las condiciones de vida de sus trabajadores. No desaparece el gasto en publicidad, ni el despilfarro en obsolescencia programada, ni el crecimiento desmedido a costa de la explotación de recursos naturales, ni las modas, ni el consumismo, ni desaparecen las agencias de viajes o los pozos petrolíferos. Ese día fantástico, en que llega la revolución de las cooperativas, no posterga el colapso ambiental.