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Hace falta un pueblo para criar un niño
Discursivismo, crianza y redes sociales
Desde hace poco tiempo soy parte del grupo demográfico que debería salvarnos del desplome de la natalidad. A este hecho ineludible se suman otros más anecdóticos: suelo encontrar muy simpáticos a los niños pequeños y me interesa especialmente el problema de la disparidad de género en las tareas domésticas y de cuidado. Casi naturalmente empecé a interactuar con videos orientados a madres primerizas y después de algunos meses se abrió ante mi una forma nueva, casi insospechada, de tortura digital.
La adultez contemporánea está plagada de consejos. Cuando el tejido social se desgarra y las instituciones pierden autoridad, quedamos entregados a la promesa del tip, el hack, “lo que no sabías de…”, ese hábito o fórmula que, ahora sí, va a cambiar tu vida. Desde cómo invertir en bolsa hasta qué sartenes usar para no intoxicarte con metales pesados, nuestros teléfonos desbordan exigencias disfrazadas de soluciones que no hacen más que sumar capas de ansiedad a nuestra ya de por sí vulnerada salud mental. Y todo esto mediante el problemático formato de video corto.
La maternidad es un nicho destacado en este fenómeno; las madres siempre han sido blanco de exigencias y opiniones no solicitadas. En cuanto a estilos de crianza, hay uno claramente victorioso en redes sociales. Me refiero a la crianza respetuosa (o gentle parenting en inglés), un término surgido del libro The Gentle Parenting Book de la psicóloga inglesa Sarah Ockwell-Smith. Lo que más llama mi atención sobre este tema es que gran parte de las sugerencias consisten en mejores o peores formas de comunicarse verbalmente con los niños.
En la divulgación sobre crianza respetuosa son frecuentes las comparaciones basadas en situaciones hipotéticas: “Si estás llegando tarde, pero tu hijo no quiere ponerse los zapatos, en vez de gritar o exigir obediencia, haz una pausa y diles claramente lo que necesitas que hagan y por qué”. Encuentro algunos problemas en este tipo de planteos. Hay consenso en cuanto a lo nocivo de tratar a un niño con violencia; sin embargo no suele observarse que cambiar la formulación de una orden tenga un efecto radicalmente distinto en la reacción. En mi investigación para esta nota, hablé con Lucía Cirianni y Flor Sichel, madres y académicas que compartieron no solo sus posturas desde la antropología y la filosofía respectivamente, sino también algunas anécdotas personales. Ambas afirmaron que cuando sus hijas no quieren hacer algo, tiene poco o ningún efecto darles alternativas o explicaciones.
Para asentar esta idea, puede ayudarnos un paralelismo en la comunicación entre adultos. En un conflicto, las emociones definen el transcurso y desenlace de la conversación. Lo que decimos no es resultado de una deliberación cuidada, por eso cuando peleamos nos vamos por la tangente o giramos innecesariamente en torno a un mismo tema. Por otra parte, lo que escuchamos tiene poco efecto tranquilizador si nos sentimos previamente defraudados. Esta tendencia se agudiza en el caso de un niño pequeño que carece de herramientas para racionalizar actitudes y cuyas emociones rigen por completo su experiencia. Dar argumentos a un niño desbordado por la emoción es, cuando menos, inútil. El problema es que todavía necesitas que se ponga los zapatos, y ponerlos por la fuerza o dar una orden rígida, al parecer, queda mal.
Sin embargo, hay algunas propuestas en nombre de la crianza respetuosa que más que infructíferas pueden ser perniciosas. Me refiero a las que (dada la misma situación hipotética de los zapatos) sugieren decirle al niño cosas como “cuando no estás listo a tiempo, me siento triste y ansiosa, ¿por qué estás actuando así?”. Un niño que está llorando porque no se quiere poner los zapatos no puede regular sus propias emociones (no se supone que lo haga) y mucho menos dar una explicación que tenga en cuenta las consecuencias de sus actos en las emociones del adulto. Me atrevo a decir que la mayoría de los adultos somos incapaces de lograr esta hazaña racional.
No creo que el crecimiento de estas tendencias responda a una mala fe de sus divulgadores. Como muchos fenómenos contemporáneos, mi propuesta es que surge de la tentación de soluciones individuales a problemas complejos. La principal crítica a las interpretaciones superficiales -y por tanto más virales- de la crianza respetuosa es la que reconoce en ella una exigencia adicional a las tantas que ya cargamos muchos adultos jóvenes de este siglo, aunque no todos.
Tanto Flor como Lucía observan que las dificultades de crianza que yo traía a la conversación estaban asociadas al contexto concreto de la vida urbana post-industrial. Un destello de sabiduría popular recita que “hace falta un pueblo para criar un niño”. Un pueblo y una ciudad se diferencian no solo en tamaño y distancias, sino en la forma y densidad de las conexiones humanas. Pensemos en una familia “tipo” de clase media urbana, habitando un departamento de tres ambientes de Capital Federal. A pesar de la densidad poblacional por metro cuadrado, cada vez es más infrecuente desarrollar vínculos de confianza con los vecinos, al tiempo que nuestros familiares y amigos no suelen vivir a una distancia caminable. Todos los cuidados que el pueblo sostenía en comunidad ahora recaen, con suerte, en los dos padres, que en muy pocos casos pueden pagar para distribuir la carga.
El debilitamiento de los vínculos y pérdida de los terceros espacios dedicados a la socialización tiene efectos dramáticos en la salud mental de toda la población. Además, la apremiante caída en el poder adquisitivo implica que las familias necesitan al menos dos ingresos para subsistir. El resultado son familias urbanas en las que ambos padres trabajan a tiempo completo y además deben hacerse cargo del trabajo doméstico y de crianza, sin apoyo de la comunidad y con reducidos lugares de esparcimiento. Lo esperable sería que esta sobreexigencia tenga consecuencias directas en los niños. Si el estilo de crianza de generaciones anteriores respondía al estrés de manera intuitiva y muchas veces violenta, ante la creciente angustia contemporánea esa misma respuesta tiene resultados brutales.
Las clases educadas pueden cuestionar los modelos anteriores y la respuesta, como tantas, es individualista. No prioriza las dificultades sistémicas que enfrentan los jóvenes adultos en general y los jóvenes padres en particular, sino que propone la gestión emocional y la reformulación discursiva: asertividad, positividad, negociación, evitar el “no” y el “porque lo digo yo”. En este sentido, Flor declara que “ser padre es terrible, porque estás tomando decisiones por el otro todo el tiempo, y hay una incomodidad en hacernos cargo de la autoridad y la toma de decisiones. Sobreabundan los consejos de qué decir y cómo. Hay terror al lugar en el que te pone la frustración del hijo, porque cuando se frustra te odia. Vos le podés decir al pibe ochenta opciones, le podés hablar muy dulce, pero el conflicto puede estar igual, no tiene que ver con que vos le hayas marcado un límite.”
Nuestro momento histórico se caracteriza por la velocidad de las comunicaciones y, por lo tanto, la velocidad de la discusión pública. Ante la avalancha de contenido en formato breve sobre crianza respetuosa, surge también el nicho que critica las demandas excesivas que imponen estos modelos sobre los padres. Flor es referente de esta postura en Argentina, pero no es la única y tampoco la más radical. Lucía observa que si bien hay profesionales formadas que comunican de manera honesta, también hay influencers que empuñan una crítica válida a la hiperexigencia para defender estrategias tan cuestionables como ignorar berrinches o distraer activamente al niño o niña de sus emociones negativas.
En este punto, me interesa detenerme en la definición de “ignorar”. Sin justificarlo, puedo conceder que el fomento de esta táctica sea una respuesta vehemente ante la avalancha de consejos no solicitados sobre “contener” constantemente a tu hijo mediante comunicación asertiva. Por eso intuyo que las posturas más radicales tienden a asociar “ignorar” con cualquier tipo de respuesta no verbal.
Si estás leyendo esto, lo más probable es que formes parte de una cultura donde cualquier pausa en la conversación sea una invitación o incluso una demanda a llenar el espacio con palabras. Los silencios nos resultan intuitivamente incómodos. La economía de la atención de redes sociales, específicamente en formato de video corto, ha degenerado en decenas de voces por minuto hablando a gran velocidad sin ningún tipo de pausa como fenómeno emergente de una preferencia cultural previa en nuestras interacciones sociales. Nuestra generación está dando valor al silencio a golpe de ruido constante. Y el reel de “cinco formas respetuosas de responder cuando tu hijo no quiere comer la sopa” no es crecimiento personal, es parte del ruido.
¿Y? ¿Qué hago si estoy sobrepasada y el curso de crianza respetuosa que vende mi influencer local tampoco es la respuesta? Para empezar, esta discusión corresponde a la clase social específica que mencionamos antes: familias urbanas de clase media o media alta. Más allá de que las clases bajas tengan acceso o no a estos debates, los barrios populares y comunidades rurales establecen lazos de cooperación más sólidos que distribuyen la carga de la crianza. Pero estas redes se originan por necesidad material y a veces por hacinamiento, y la marginación despoja a estas comunidades de cualquier cuestionamiento sobre las dificultades familiares causadas por esa misma violencia económica y social. En cuanto a la clase alta, la ayuda se puede comprar con dinero. Estas diferencias sirven para notar cómo el problema de la crianza es un problema de cooperación y por lo tanto, fundamentalmente económico.
El sentido común más conservador estipula que para criar un hijo hace falta estabilidad material. Uno más progresista prioriza las habilidades de comunicación y la disponibilidad emocional. Pero ambas son respuestas parciales en un contexto individualista. Después de profundizar un poco, prevalece algo de la sabiduría popular; el pueblo que cría al niño no es un conjunto indistinto de personas, sino un caso fundamental de la red humana en funcionamiento.
Hola!
Soy Giovanna, escribí la nota que acabás de leer.
Desde que pensé en la idea por primera vez hasta el día de publicación han pasado seis meses. El proceso ha sido largo por varias razones.
Primero, porque no soy madre y me parecía ineludible entrevistar a mujeres que tuvieran una mirada informada y crítica al respecto. Además, después de estas conversaciones la idea creció y se complejizó.
Estoy muy contenta de que esta nota salga finalmente a la luz, y sobre todo curiosa sobre la recepción. Me parece muy relevante discutir temas tan fundamentales como la crianza y la familia en términos de cooperación y red humana. Me va a dar mucho gusto leerte.
En otras noticias, estamos trabajando en un nuevo formato de podcast para tratar temas de coyuntura, o temas teóricos de manera más descontracturada. Si te interesa, ya sea como oyente o como participante, te invitamos a enviarnos tus sugerencias.
Te mando un abrazo,
Giovanna
Filosofía del Futuro
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