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¿La filosofía es una rama de la ciencia?
¿La filosofía es una rama de la ciencia?
¿La filosofía es una rama de la ciencia? La lectura de Quine.
Las batallas más arduas de la historia de la filosofía se libraron a menudo con los brazos cruzados y los pies sobre la mesa, intentando captar alguna intuición que revele qué cosas componen el mundo. Muchxs estamos familiarizadxs con la imagen de Descartes queriendo derivar la totalidad del conocimiento de algunas pocas intuiciones puras, prescindiendo de todo lo que no sea su razón. Obviamente el idealismo no era lo único que había, pero el intento de resolver problemas fácticos, metafísicos, mediante reflexión filosófica estaba difundido y formaba el núcleo de la tradición filosófica occidental. Se dedicaban, en gran parte, a lo que desde Kant se llaman “verdades sintéticas a priori”:
En la historia de la filosofía, se llama verdades “sintéticas” a aquellas que aportan conocimiento, en oposición a las llamadas verdades “analíticas” que son verdaderas por definición. Si algo es verdadero por definición, saber que es verdad no aporta ningún conocimiento sobre el mundo: es verdadero meramente por tratarse de una definición. Por ejemplo, afirmar que ningún soltero está casado no me dice nada, simplemente está dando la definición de “soltero”.Por otra parte, se llama “a priori” a lo que en ningún momento apela a la experiencia, mientras que se llama “a posteriori” a aquello que depende de la misma. Las verdades sintéticas a priori serían cosas que aportan conocimiento, pero se pueden saber (presuntamente) sin apelar a los sentidos. Por ejemplo, que todos los efectos tienen una causa, o que las cosas existentes surgen de otras cosas existentes, que Dios existe, o que no existe, o vaya unx a saber.
No resulta sorpresivo que, llegado el siglo XX, en pleno clima de ebullición científica a causa de descubrimientos en física y matemática, a mucha gente le haya parecido poco satisfactorio este tipo de proyectos ¿Cómo compite con los éxitos de la investigación empírica una disciplina cuyas bases mismas se pueden poner en disputa sólo pensando un poco? Lxs empiristas, envalentonadxs (muchxs de ellxs con formación científica), se jactaron de estar eliminando las “supersticiones metafísicas” de la labor filosófica y captaron la atención de la comunidad científica: para ellxs no había algo así como verdades sintéticas a priori. Dirían que todo enunciado verdadero es o bien analítico y a priori, o sintético a posteriori, es decir, o bien verdadero por definición , o verdadero por aportar conocimiento, pero que sólo se podía conocer empíricamente.Una segunda posición fundamental para este nuevo empirismo era considerar que el significado de cualquier enunciado era en última instancia empírico. Por lo tanto, todo enunciado que tuviera sentido debería poder ser traducible a un enunciado que apele únicamente a los sentidos, sin por esto perder información. La tarea para la filosofía era clara entonces. Si la filosofía es a priori y no interfiere con la ciencia empírica, es claro que lo único que puede hacer es análisis lógico del lenguaje. Suena bienintencionado pero poco interesante ¿verdad?
En los años 50 (“Desde un punto de vista lógico” 1953), Willard Van Orman Quine, en un artículo del mismo nombre, llamó a estas dos creencias “los dos dogmas del empirismo” y se embarcó en la tarea de quebrarlas a ambas. Sus argumentos son algo técnicos y reconstruirlos excede el alcance de esta nota, pero cabe resaltar algunos puntos. La distinción entre verdades analíticas y verdades sintéticas, nos dice Quine, es ilusoria. Los intentos de determinar qué hace analítico a un enunciado, ya sea por sinonimia, definición u otras reglas, parece siempre caer en alguna circularidad. También el segundo dogma es problemático. Que todo enunciado pueda ser reducido a alguno que sólo hable de los sentidos asume que podemos aislarlo y saber qué datos sensibles lo harían verdadero, pero esto en general no es así: los enunciados no ocurren sólos, son parte de un entramado de otros enunciados, algunos que refieren a la experiencia, otros que no lo hacen. Caídos (a su parecer) los dos dogmas, Quine nos presenta su versión alternativa, una en la cual el conocimiento humano es un entramado complejo de enunciados, de los cuales sólo unos pocos refieren inmediatamente a la experiencia. Enunciados sobre números, sobre relaciones lógicas, sobre causas y efectos, todos los cuales lindan con la experiencia sólo en algunos bordes. Qué enunciados son definidos y cuáles no lo son es una decisión pragmática que está a nuestra discreción. Nada se salva de ser revisable. Si observamos algo nuevo, tal vez tengamos que cambiar un elemento central de nuestra cosmovisión, tal vez incluso cambiar nuestra lógica, o posiblemente redefinir nuestros términos para que no se contradigan con lo que acabamos de observar. Los criterios que usamos para decidir qué hacer en estos casos están en nuestras manos, y son pragmáticos. No podemos eludir al mundo empírico, pero podemos decidir qué tipo de entramado teórico resulta mejor a nuestros fines a la hora de enfrentarnos con él.
En definitiva, lo que propone el artículo es novedoso y temerario, pero más allá de los detalles de la posición que toma, planta la semilla de un espíritu filosófico pragmatista que apunta a borrar las barreras entre ciencia y filosofía. Desencadenó obras de otrxs autorxs que encarnaron ese mismo espíritu sin ser Quineanos y, en rigor, los pragmatistas americanos como Peirce y Dewey ya lo habían hecho antes. Hilary Putnam, muy distinto a Quine, lo encarnó al intentar derribar la distinción entre cuestiones de hecho y de derecho, otra avenida de incursión de la filosofía en la conceptualización científica.
Sugiero que nos podemos apropiar de dicho espíritu más allá de la posición Quineana. Si la verdad y el sentido de los enunciados (incluso de los enunciados fácticos) es influenciada por nuestros criterios filosóficos pragmáticos, si nuestras decisiones acerca del lugar que ocupa la ciencia en nuestra vida social y política afectan a lo que consideramos verdadero, e incluso pueden llegar a determinarlo, la actividad filosófica recupera una importancia incalculable. Una filosofía que ya no es una metafísica especulativa de brazos cruzados ni una subsidiaria menor de la ciencia empírica. Una filosofía que se pone a la par de la ciencia, abierta a transformarla y a ser transformada por ella, una filosofía que guarde con la experiencia una relación de retroalimentación; no de guía ni de adepta.