No existe deshumanizar

No existe "deshumanizar"

No existe deshumanizar

No existe “deshumanizar”. Lo que existe es faltar a humanizar. 

Necesitamos entender la diferencia para cambiar las cosas.

Desde los años setenta, sabemos que el pensamiento discursivo media una ínfima proporción de nuestras decisiones. En su libro “Thinking, Fast and Slow”, Daniel Kahneman mostró cómo las personas tomamos decisiones de dos maneras distintas: una racional, infrecuente, y otra heurística, habitual. Recibió un premio Nobel por su aporte.

Las decisiones racionales son lentas y costosas. Funcionan cuando antes de tomar la decisión nos formulamos una pregunta y después decidimos mediante un argumento. 

Las decisiones heurísticas nos salen automáticamente y no nos cuestan nada. Funcionan cuando “intuimos” una decisión sin reflexionar, como cuando conducimos un automóvil, elegimos qué chocolate comprar, o escogemos el momento adecuado para dar un primer beso.

Evolutivamente hablando, el pensamiento racional existe hace poco. Consume mucha glucosa, y la parte del cerebro que se encarga de él es pequeña, se cansa rápido, y tiene un nombre difícil de recordar (la corteza prefrontal dorsolateral). 

El procesamiento heurístico existe hace millones de años, y lo compartimos con varios animales. Nos lleva a tomar decisiones que eran convenientes cuando lo evolucionamos, como imitar a nuestros pares (porque cuando sos un ciervo, te conviene imitar a los otros ciervos apenas empiezan a correr en lugar de esperar hasta ver un león) o penalizar a quien nos traiciona (porque cuando sos un mono, te conviene pelear cuando te roban la comida en lugar de evitar el conflicto y que te sigan robando para siempre). 

Cerca del 5% de nuestras decisiones son racionales. Casi todas nuestras decisiones siguen patrones que eran evolutivamente convenientes de manera automática. Las heurísticas que dejaron de ser convenientes suelen traernos problemas.

Cuando nuestro cerebro evolucionó, nuestras comunidades eran pequeñas. No hacía falta empatizar con los de afuera. Con recursos escasos, compartir o no pelear era perjudicial para el propio grupo.

A pesar de que el mundo cambió, no tratar a los otros como tratamos a los nuestros sigue cableado en nuestro cerebro, y permite que occidente disfrute celulares gracias a la explotación brutal de minerales en el Congo, o que pocos se escandalicen con las tragedias distantes.

Cuando hablamos de “humanizar” no estamos realmente hablando de tratar a otro como a un ser humano. Nunca hemos empatizado con los humanos que no son los nuestros. El término “gente” viene de “gens”, que significa “clan”. Incluso etimológicamente, la gente es la gente de nuestro clan, no la humanidad entera. 

Centenas de milenios después de tener los cerebros que tenemos, aparecieron la cultura y el sentido moral, y eventualmente, la ilustración. Con la ilustración, escribimos tratados afirmando que todas las personas son iguales. En la práctica, los tratados sugerían tratar a todas las personas como siempre habíamos tratado a “los nuestros”.

En realidad, cuando hoy hablamos de humanizar estamos hablando de cómo creía la ilustración que trataríamos a los seres humanos naturalmente. Recordemos que la ilustración ponía a la razón en un pedestal, y que hoy sabemos que la razón representa como máximo el 5% de las decisiones que efectivamente tomamos. Aún así, los Estados y los organismos de derechos humanos modernos se cimentan en intuiciones ilustradas.

Desde el pensamiento ilustrado, tiene sentido creer que trataríamos bien a todos los humanos. Así funcionamos cuando decide la razón. Los experimentos muestran que empatizamos más con otros al hacer el esfuerzo racional de imaginar sus emociones y reiterar que ellos también son humanos. También muestran que al preguntarnos si lo que hacemos está bien y decidir racionalmente podemos aumentar la probabilidad de tratar a los otros como a los nuestros.

Lamentablemente la ilustración se equivocó porque la razón no decide casi nunca. No tiene sentido esperar que la mayoría haga el esfuerzo racional de empatizar, es estadísticamente imposible. Además, sólo hacemos ese esfuerzo cuando tenemos ganas, que también dependen de heurísticas cognitivas, y suelen ausentarse cuando se trata de “los otros”.

Kahneman hizo otra observación. Cuando tomamos una decisión heurística y nos preguntan por qué la tomamos, respondemos con un argumento. Supongamos que nos hacen elegir una radio después de ver que cinco otras personas elijan la primera. La mayoría elegirá la primera. Esto sucede incluso si repetimos el experimento cambiando el orden de las radios, lo que muestra que decidimos mediante la heurística de imitación. Sin embargo, cuando nos preguntan por qué elegimos la primera radio no decimos que fue porque la eligieron los demás. En cambio, argumentamos que tiene mejor rango de volumen, o que nos gusta el color, u observamos que es más portátil… En otras palabras, nos inventamos una explicación como si la decisión hubiera sido racional. Para peor, después nos convencemos de que realmente la decisión fue racional, lo que permitió que sobreviviera la creencia de que somos individuos racionales.

El psicólogo moral Jonathan Haidt añadió que la mayoría de nuestro pensamiento racional sirve para racionalizar, no para deliberar. Deliberar es reflexionar para tomar la decisión, racionalizar es reflexionar para inventar una explicación que podría haber sido una deliberación, pero no lo fue.

Estamos preparados para racionalizar precisamente porque vivimos en sociedad, para poder explicar a otros qué hicimos, o qué quisimos hacer, en caso de que nos pregunten. Cuando analizamos los discursos hegemónicos en una sociedad, es importante saber que son principalmente racionalizaciones, no deliberaciones, y que son efectos, no motores, de los sucesos sociales.

Cuando confundimos una racionalización con una deliberación, nos perdemos el verdadero motivo de la acción. Si nuestro diagnóstico se centra en el discurso, terminaremos atacando síntomas, y no las causas, del problema.

Un ser humano sufre un trato brutal. Otro ser humano lo compara con un animal. ¿Racionalización o deliberación?

Un periodista le pregunta a un ministro israelí por un bombardeo. El ministro responde comparando a sus oponentes con perros y salvajes. En el juego racional de la ética ilustrada, en que todo humano merece ser tratado como “los nuestros”, negar la humanidad es la única racionalización posible en ese contexto. Pero no es lo que movió al ministro. Cuando decidió bombardear, no deliberó ni tuvo que racionalizar nada, porque el default es no inmutarse con las tragedias de los otros.

Un empresario chino, o norteamericano, usa mano de obra semiesclava en minas de cielo abierto. Los pulmones corroídos por el polvo son humanos. Pocos preguntan, poca racionalización basta. Por fortuna, no hace falta comparar a nadie con un animal cuando se encuentran argumentos económicos de por qué pasa lo que pasa.

Hay tragedias y pobreza todo el tiempo en todos lados. Siempre puedo donar dinero, pero lo hago poco. Nadie me pregunta por qué. Si alguien lo hiciera, podría argumentar que no me alcanza para ayudar a todos, o que los problemas son sistémicos y requieren soluciones de raíz. Aunque no comparo a nadie con un animal, hay tragedias que no me duelen. 

En los tres casos, no empatizar con los otros en favor de los propios es automático. Yo invito a cenar a un ser querido en lugar de donar el triple de comida a quien la necesita más. El empresario busca la felicitación de la junta directiva y las vacaciones familiares en lugar de evitar destruir pueblos lejanos. El ciudadano de Israel prefiere cuidar a los suyos de atentados terroristas antes que dejar de masacrar niños en Gaza. 

La diferencia es que en un caso preguntan y repreguntan, porque es más infrecuente y sorprende más, hasta que la racionalización niega la humanidad. Cuando el ministro afirma que el palestino es un perro, el daño ya está hecho. No deshumaniza en ese acto, justifica una “deshumanización” previa, que ni siquiera fue una deshumanización. Es algo que hacemos todos los días: no tratar a los otros como a los propios.

Los esfuerzos bienintencionados contra la deshumanización, y los llamados a reflexionar, no sirvieron antes ni sirven ahora. No detuvieron el holocausto, ni el genocidio armenio, ni el genocidio camboyano, ni el genocidio ruandés, ni el Holomodor, ni la hambruna de Bengala en manos del imperio británico. Cualquier cambio que radique en la atención y en el discurso es infructuoso, porque la razón no mueve la aguja de la acción social.

Lo que mueve la aguja es la red. El tejido social, los vínculos afectivos, morales y productivos. Las heurísticas cognitivas evolucionaron en contextos sociales y son el motor más poderoso de la conducta. Responden sistemáticamente a la red. Esta premisa nos acompañará en las próximas semanas. Comprender la red nos permitirá entender las emociones, la economía, la sociedad y la política con sorprendente facilidad. En la década del pesimismo, mejorar nuestros diagnósticos renueva la esperanza.

Pedir que cambie la psiquis humana es pedir peras al olmo. En su libro Behave, el neuroendocrinólogo Robert Sapolsky menciona tres mecanismos que mitigan la violencia entre los pueblos sin pedir peras al olmo, porque están basados en la red. Sólo uno funciona bien.

El primero es la segregación. Si los pueblos no se encuentran, no se violentan. Es la opción preferida por racistas y xenófobos. Mitiga la violencia pero no la brutalidad. En el mejor de los casos, los pueblos vulnerables son hacinados y hambreados en guetos o exiliados a hambrearse y hacinarse en países lejanos.

El segundo es la asimilación. Cuando las poblaciones están mezcladas y todos los individuos tienen vecinos de otro pueblo, la violencia se reduce. Los miembros de un pueblo distinto dejan de ser vistos como “el otro”, porque se transforman en parte del propio grupo. Esto sucede cuando hay tribunas mixtas en los partidos de fútbol. La violencia disminuye pronunciadamente si no hay “manchas” de varios hinchas del mismo color pegados entre sí. 

Lamentablemente, Thomas Schelling demostró en 1971 que es difícil que la asimilación plena suceda en la sociedad. También recibió un premio nobel por sus aportes. Observó que es suficiente que los individuos deseen tener una minoría de vecinos de su propio color para que se formen conjuntos de personas del mismo grupo pegados entre sí, dentro de los cuales nadie tenga vecinos del otro grupo. La segregación parcial con “manchas” de personas de distintos grupos es un caldo de cultivo para la violencia entre los pueblos.

El tercer mecanismo para mitigar la violencia es la equidad económica. Cuando decrecen la desigualdad y/o la pobreza es mucho más improbable que emerja la brutalidad entre los grupos. 

La violencia humana suele estar asociada a la percepción de jerarquías. Eso también forma parte de nuestro procesamiento heurístico de la información y lo compartimos con los orangutanes y los chimpancés. En las próximas semanas, estudiaremos cómo la violencia se vuelve brutal cuando las jerarquías se vuelven más pronunciadas. Las jerarquías económicas son las más pronunciadas de todo el reino animal.

Nadie hace un esfuerzo por deshumanizar. La “deshumanización” ya estaba ahí. El esfuerzo cognitivo de comparar con animales sólo aparece cuando se acude a metáforas deshumanizantes para racionalizar una brutalidad. Sin embargo, la racionalización no es deliberación, y el discurso no mueve la aguja. La “deshumanización” es síntoma de un problema, mientras la desigualdad es una de sus causas. Apuntemos bien.