Paz en la granja/El magnate liberal

Dos ficciones para reflexionar

Paz en la granja

Un emprendedor anarcocapitalista estaba cansado del gobierno de su país. Había, en el poder, un líder autoritario y severo, tremendamente corrupto. Pero él era un visionario y tenía un plan. Decidió poner una startup, y comenzó su labor dedicándose, fervorosamente, al armado de la marca.

Durante el proceso de branding, decidió basar su identidad visual en el uso de colores llamativos. A partir de la experiencia victoriosa que habían tenido los arcos dorados sobre el fondo rojo en McDonalds, reprodujo el coloreo grana y oro en su propio logo, modificando apenas algunos detalles en el tono y en la forma.

En un principio, no contaba con el capital suficiente como para pagar salarios a todos los empleados de su incipiente empresa, pero estaba seguro de que podía triunfar. A los potenciales integrantes, les ofrecía participar por regalías a futuro: una vez que la empresa generara ganancias, cobrarían salarios no sólo más altos que en sus empleos anteriores, sino también significativamente más elevados que la media de cualquier país en su región. Muchísimas personas aceptaban, convencidas, su propuesta.

Eventualmente la empresa no sólo triunfó. Se posicionó como la más exitosa de su territorio. Poseía ramas industriales enteras, campos y recursos naturales. Tenía hoteles en playas paradisíacas. Sin exagerar, muy pronto llegó a poseer el país entero. Se encargó de que el Estado dejara de ponerle palos en la rueda y salió airoso. No había pútrido intervencionista que pudiera arruinarle el negocio. El estado había, prácticamente, desaparecido. La seguridad pasó a ser privada y perteneciente a su compañía.

Respecto de sus empleados, cumplió las promesas con creces. No sólo triplicó sus salarios; ofreció un sinfín de cursos de capacitación gratuitamente. Uno de los primeros, y de notoriedad internacional, fue el de lectoescritura, que disminuyó el analfabetismo en su país de la mitad a cero. Como adicional, ofrecía beneficios agregados de salud y educación a todos sus empleados, de una calidad que se encontraba entre las mejores del continente.

Por supuesto que generaba trabajo. Es más, generaba casi todo el trabajo en su nación. Como empresario consciente y socialmente responsable, y con la espalda económica que tenía después de haberse librado de las presiones fiscales que implicaba la existencia del Estado, ofrecía empleo a absolutamente cualquier persona que se lo pidiese.

El caso fue excepcional. Una vez más, se evidenciaban las bondades del Laissez-Faire.

La empresa se llamaba Cuba, y el empresario, Fidel. 

El magnate liberal

Era un magnate de la industria, con un conglomerado de empresas a su disposición. Controlaba, de manera vertical, a diversas ramas de la producción, a lo ancho y a lo largo del mercado. Desde la extracción de recursos naturales hasta la producción de insumos y de partes que luego, en otras fábricas de su posesión, se transformarían en productos finales y se llevarían a la venta. Tenía presencia multinacional, y su conglomerado funcionaba de manera integral. Algunas fábricas eran deficitarias, pero se les inyectaba capital porque esto hacía que el conjunto de empresas funcionara mejor. Las piezas fabricadas en Francia eran puestos en containers para construir partes en Rusia y ensamblarlas en Brasil. Entre sus fábricas no había ventas, sólo movimientos. Todas ellas respondían a la planificación diseñada desde una casa central, principalmente en su oficina de planificación estratégica.

Una mañana, nuestro magnate despierta tras haber leído sus libros favoritos de la biblioteca. A veces, rememorar ideas juveniles permite volver a ver con aquellos ojos primigenios al lugar en que nos encontramos. Cierra el libro de Adam Smith que había quedado abierto sobre su pecho, y lo apoya en el escritorio junto a Hayek y Von Mises. Sale del cuarto, respirando liberalismo, y se dirige a la oficina.

De pronto, nota que su obra hizo de su vida un error. Se detiene en el complejo organigrama adherido a la pared, observa los informes del área de investigación operativa, y revisa, con los ojos cada vez más abiertos, las transacciones internas del conglomerado, completamente injustificadas si se percibe a cada empresa como una unidad que busca maximizar sus ganancias. Nota que la artificial inyección de capital desde unas fábricas hacia otras interviene con el libre juego del mercado.

Concluye, con pavor, que la labor de su vida, nacida del ímpetu liberal de la construcción de valor en el seno del mercado, lo había llevado a establecer una red de empresas que, al menos en su interior, no se diferenciaba en nada con las economías planificadas. Estaba claro: el crecimiento paulatino de la empresa, la lenta complejización de sus estructuras, le habían permitido ignorar el hecho de que toda empresa, en su interior, tiene una organización centralizada y explícita y es, por lo tanto, ineficiente en relación a los mercados. Del mismo modo que cuando el agua aumenta su temperatura lentamente es más difícil notar que uno empezó a cocinarse, el hecho de que la organización empresarial haya escalado lento, con los años, hacía fácil olvidar este hecho fatídico.

Por suerte, se dice, él pudo verlo a tiempo, o por lo menos pudo verlo. Con la mirada todavía fija sobre los cuadernos de la empresa, llama a todas las personas que se encontraban en su oficina. Apenas se arma una ronda densa a su alrededor, levanta la vista, y empieza a comunicar sus conclusiones con carisma y elocuencia. Lo que había sido pavor se volvía epifanía. Pero el miedo, ahora, se transmitía a quienes lo rodeaban. Al escuchar que los escritos de Adam Smith llevaban a la clarísima conclusión de que su compañía era ineficiente, y que debían por lo tanto dejar de planificar y permitir que el mercado hiciera lo suyo al interior del conglomerado, la sección de investigación operativa sabía que estaba a punto de enfrentar despidos masivos.

La semana posterior fue muy atolondrada. Todas las empresas se desacoplaron, cada una de ellas pasó a interactuar directo con el mercado, sin ningún tipo de trato preferencial entre sí ni organización desde la casa matriz. Las fábricas deficitarias quebraron pronto, y las que dependían de la llegada constante de insumos a costo menor que el del mercado redujeron drásticamente sus ganancias. El magnate se alegraba. La drasticidad de los cambios no era más que evidencia de lo mal que estaban haciéndose las cosas.

Al rato, nota que cada una de las empresas seguía teniendo organigramas en su interior, y que no eran más que expresiones microscópicas de la economía planificada. Si esto fuera más eficiente en una escala menor, implicaría que el mercado es una forma perfectible de organización, y que entonces la ineficiencia de otros modos de organizarse, en escalas mayores, habría sido tan sólo una consecuencia de que las tecnologías de organización a gran escala son perfectibles o mejorables. Esto implicaría que las economías planificadas siempre pueden ser mejores que el mercado, si tan sólo se contara con la tecnología de organización suficiente. Pero él es férreamente liberal, y se rehúsa por completo a admitir tales conclusiones comunistas. Entonces suspende a toda área de recursos humanos, y rescinde todos los contratos laborales de cada una de sus empresas.

Eventualmente llega al punto en que aquel viejo conglomerado se transforma en un oasis de mercado en medio de un mundo cada vez más atestado de los simulacros de la planificación económica que son las empresas. Está absolutamente confiado. La suya será la más eficiente de todas: no es más que un conjunto de individuos interactuando, cada uno libremente, directamente con las fuerzas del mercado. Mucho más eficiente que cualquier otro modo de organización, porque es directamente la mano invisible quien la maneja. No existe ningún tipo de traba contractual, o impedimento por jerarquías internas, al libre funcionamiento de la dinámica de mercado. Espera, con ansias, que se disparen los réditos de su empresa a partir de estas geniales modificaciones.

Para su sorpresa, quiebra pronto.