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Redes sociales, ansiedad y depresión
Redes sociales, ansiedad y depresión
La juventud del siglo XXI atraviesa una epidemia de ansiedad y depresión. Todo indica que el fenómeno se asocia a nuestros modos de vincularnos, y en particular, con la tendencia a vincularnos a través de medios sociales en detrimento de la presencialidad. Por este motivo, los índices de ansiedad y depresión (que ya se encontraban en niveles históricamente altos) sufrieron un pronunciado pico durante las políticas de aislamiento en respuesta a la pandemia de Covid-19.
La relación entre redes sociales y ansiedad o depresión no es lineal, y los mecanismos que la producen son complejos. Sin embargo, algunas ideas intuitivas nos permiten comprenderla mejor.
En primer lugar, las personas damos importancia a nuestro rol relativo. En otras palabras, tendemos a compararnos con otras personas. Nos sentimos un poquito mejor si nos encontramos arriba de la media del grupo, y un poquito peor si nos encontramos debajo de la media. Este fenómeno ampliamente extendido tiene explicaciones diversas, que van desde las puramente culturales (el sistema nos enseñó a competir) hasta las evolutivas (siendo animales sociales, quienes preferían posiciones favorables al interior del grupo tendían a buscarlas más, lo cual implicaba una ventaja reproductiva).
En segundo lugar, el grupo que nos importa al compararnos no es toda la humanidad. El bienestar que sentimos o dejamos de sentir no es racional y la comparación misma es inconsciente, por lo que de nada sirve leer cifras de promedios, gráficos o estadísticas poblacionales. Por el contrario, tendemos a compararnos únicamente con el grupo que más vemos o tenemos cerca. La tendencia a tomar sólo lo más disponible y fácilmente perceptible es regular en nuestro procesamiento inconsciente o heurístico de la información, y suele ser llamado sesgo de disponibilidad.
En tercer lugar, tenemos una leve tendencia a apreciar o querer llevarnos bien con las personas comparativamente más favorecidas. Esto también podría tener diversas explicaciones, desde acercarnos para aprender cómo lograr una mejor posición, o tomarlos como modelo a seguir, hasta la simple ventaja estratégica de amigarse con la gente aventajada. Sea cual sea la explicación de por qué esto sucede, las tres piezas que hemos mencionado constituyen una tríada fatal cuando pasamos a relacionarnos de manera virtual.
Esto es porque en el mundo presencial, el grupo con el que nos comparamos se encuentra a nuestro alrededor y es relativamente estable. Es de tamaño limitado (la hipótesis del Número de Dunbar afirma que tiende a ser de 150 personas como máximo) y, por motivos probabilísticos, en promedio nos solemos encontrar cerca de la mitad del grupo en casi todos los puntos comparables (poder adquisitivo, belleza física, talento musical, etc). Por ejemplo, si un alumno cualquiera se compara con el resto de su clase, en la mitad de los casos va a tener nota más alta que el promedio y en la mitad de los casos tendrá una nota menor. En la mayoría de los casos, los alumnos no se sentirán extraordinariamente desfavorecidos.
En el mundo digital, la cosa es muy distinta. Tendemos a compararnos con las personas que vemos en las redes, lo cual en general suele pasar previamente a través de algún filtro o algoritmo de recomendación. Las redes sociales nos muestran los contenidos que más reacciones tienden a generar. Dado el tercero de los puntos que expresamos, tendemos a reaccionar más ante las personas que muestran más belleza física, o poder adquisitivo, o cualquiera de los atributos sobre los que podríamos compararnos. Como resultado, ese es el grupo que se nos muestra, y el grupo con el que inconsciente e indefectiblemente nos compararemos. Siguiendo el ejemplo del párrafo anterior, funcionaría como si todos nos comparáramos sólo con los alumnos de más alta nota: como resultado, la mayoría de los alumnos se sentirán extraordinariamente desfavorecidas. Estadísticamente, si todxs nos comparamos sólo con las personas más favorecidas, nos encontraremos en el extremo inferior del grupo con el que nos comparamos, y como resultado, se dispararán tanto nuestra ansiedad como nuestra depresión.
En el mundo digital, sucede además otra cosa. Las reacciones y los me gusta son un indicador indirecto de nuestro “rendimiento social”, y terminan generando por sí mismas efectos perceptibles sobre nuestras emociones. Por lo tanto, en el corto plazo podemos aplacar el malestar que nos generan las comparaciones si logramos recibir un buen número de reacciones positivas ante el contenido que subamos. A fin de cuentas, lo que importa de la comparación es lo que piense el resto; la belleza física no otorgaría ventaja alguna si no hubiera ojos ajenos que la percibieran.
Por otra parte, la red social no muestra toda nuestra realidad, sino sólo los aspectos de ella que decidimos mostrar. Esto genera la posibilidad de mostrarnos de modos que nos favorezcan. Podemos subir una foto en que salimos especialmente favorecidxs, o bien vestidxs, o pidiendo un plato caro, sin que ello represente nuestra realidad de todos los días. A fin de cuentas, el sesgo de disponibilidad después hace lo suyo, y la gente tiende a rellenar los agujeros de lo que no mostramos con más platos caros e imágenes favorecidas. Como lo que sentimos no pasa por el pensamiento racional, podemos repetirnos que las redes sociales no muestran la realidad sin por ello librarnos de la ansiedad que nos generan.
Se forma entonces un ciclo de retroalimentación en el que como sociedad nos encontramos hace más de una década, y del que es muy difícil escapar. Como todos vemos y nos comparamos con la gente más favorecida, tenderemos a querer igualarlos para no sentirnos mal. La posibilidad de hacerlo cierra el círculo vicioso: ahora no sólo la gente más famosa o favorecida que veo en redes sociales se ve “mucho mejor que yo”, sino también varias de esas personas que conozco de manera presencial que logran mostrar su mejor cara. Ahora, si pierdo regularidad presencial con gente conocida (lo cual siempre sucede, porque cambiamos nuestros espacios educativos y/o laborales con el tiempo), la comparación con gente conocida nos hará sentirnos peor (si en la presencialidad tendíamos a estar cerca del promedio y en las redes no, es como si hubiéramos empeorado, envejecido o perdido el tiempo). Para evitar el malestar, el sistema lleva a que todas las personas tiendan a intentar mostrar su mejor cara, o resignarse a no hacerlo y sufrir las consecuencias.
Queda un último problema: las personas que en un comienzo se encontraban “arriba de la pirámide social” pierden poder relativo cuando todo el mundo empieza a mostrar su mejor cara, al haberse esforzado para igualarlas. Si quieren permanecer en la cima, deberán esforzarse también, ahora para llevar la vara hasta niveles que sean inalcanzables para el resto de la población.
El resultado es una escalada enérgica y constante de irrealidad que inunda las redes y nos hace sentir insuficientes, impostores y presionadxs por seguir escalando.