Tu oponente tiene razón

Tu oponente tiene razón

Tu oponente tiene razón

Cuanto más atención prestamos a algo, menos atención prestamos a otras cosas.

En otras palabras, la atención es un recurso escaso y finito. La usamos en muy poco de lo que hacemos. Para la mayoría de las acciones que llevamos a cabo, nos encontramos en un estado de “piloto automático” o de “ley de menor esfuerzo”. Nuestra psicología funciona de manera tal que intenta prestar la menor cantidad posible de atención al mundo que nos rodea. El fenómeno fue descrito y caracterizado por Daniel Kahneman en su libro “Thinking, Fast and Slow”, quien recibió un premio nobel de economía por sus aportes.

A nivel evolutivo, no es disparatado prestar poca atención. Pensar gasta energía, y naturalmente, la energía es algo que tendemos a ahorrar. Para darnos una idea, el sistema nervioso central constituye menos del 5% de nuestra masa corporal, pero aún así lleva a cabo casi el 25% de nuestro consumo de glucosa.

Cuando apareció la civilización, dejó de ser tan necesario que ahorráramos energía a toda costa. Lamentablemente, hemos heredado muchas costumbres de aquellos viejos tiempos simios a través de nuestros cuerpos. Entre ellas, una muy limitada capacidad de atención.

Durante más de diez siglos, teníamos el problema bajo control. La información que circulaba en nuestra sociedad (mejor dicho, la información que requiere procesamiento “racional” y “consciente” para poder hacer uso de ella, como los textos en general) era tan limitada que importaba más la falta de textos que nuestra incapacidad de abarcarlos si eran muchos.

En un principio, esto fue porque mantener textos era difícil: desde las tablillas de barro hasta los papiros, pergaminos y palimpsestos, todos los soportes en que se daba la escritura eran costosos. Con el advenimiento de la prensa escrita, el costo de mantener textos se abarató, pero sin embargo era difícil generarlos: el índice de alfabetización era bajísimo, y además, había muy pocas imprentas para muchas personas. Lo mismo pasó con la radio y el periódico después: había muchas menos fuentes de emisión de información que personas que las consumieran.

Todo cambió con el surgimiento de internet, especialmente de las redes sociales. Hoy hay mucha más información disponible que en cualquier otro momento de la historia, porque todos somos consumidores y emisores de información al mismo tiempo. Por primera vez (cuando la información es lo que sobra) empezamos a notar la escasez de la atención. Este es el mundo en que vivimos ahora, el mundo de la economía de la atención.

Es de esperarse que, con la poca atención que podemos prestar a una cantidad tan avasallante de información, no siempre coincidamos en las cosas particulares a las que atendemos. Lo más probable es que personas distintas prestemos atención a distintas cosas. Recordemos que nos encontramos en un estado de “piloto automático” sobre casi todo; aquello a lo que prestamos atención es una ínfima parte de nuestras posiciones tomadas, nuestras opiniones, nuestras actitudes y decisiones. Esto lleva a que respecto de la mayoría de las cosas que nos parecen importantes, notemos que casi todo el mundo se encuentra en estado de “piloto automático”. Es natural que esto nos enfurezca: ¿cómo pueden no darse cuenta de la importancia de todas estas cosas a las que yo presto atención?, ¿cómo pueden no estar de acuerdo conmigo, si tan sólo con prestar atención a estas cosas se vuelve tan evidente que mi postura es la más acertada?

Es frecuente notar, en discursos opuestos al nuestro, que jamás han prestado atención a nuestros argumentos más profundos y cabales. En respuesta, al principio intentaremos debatir e ilustrar a nuestros oponentes con nuestros argumentos. Como es de esperarse, esto dará resultados prácticamente nulos: la atención es limitada (muy limitada), y lo más probable es que nuestros oponentes se encuentren en “piloto automático” en relación al punto que a nosotros más nos interesa. Si no tenemos en cuenta esta limitación atencional, es probable que creamos que nuestros oponentes son idiotas, fanáticos, o gente incapaz de razonar, y nos enfurezcamos al respecto.

Se da un giro interesante al observar que del otro lado pasa lo mismo. Nuestra atención también es limitada, y también estamos prestando atención a una parte limitada del problema. Las convicciones que tenemos, y los motivos por los que creemos que nuestros oponentes están equivocados, no se deben solamente a que ellos no prestan atención a aquello que nosotros sí atendemos, sino también a que nosotros no prestamos atención a aquello que ellos sí.

El mundo es complejo, y la mayoría de las posturas son simples (y están adaptadas, como nuestra capacidad de atención, a unas pocas aristas de la complejidad del mundo). Hasta el siglo XX no existía siquiera conciencia de la importancia de la complejidad, y hasta el siglo XXI no existía un corpus de herramientas desarrollado que permitiera pensar colaborativamente la complejidad del mundo. Por estos motivos, lo más probable es que nuestra postura acierte en algo y yerre en otra cosa (sobre todo si la postura que adoptamos existe desde el siglo XX). Además, lo más probable es que nuestros oponentes sepan mucho más de nuestros errores que nosotros.

La existencia de la postura opuesta dice algo sobre la nuestra. Si nuestros oponentes existen, es porque en algo estamos fallando. Si son muchos y están convencidos, es porque hay algo que estamos haciendo muy mal.

Por ejemplo, el auge de las pseudociencias se debe a la creciente influencia de intereses económicos en las prácticas científicas, que derivan en investigaciones reduccionistas a fin de obtener respuestas rápidas y monetizables. La industria farmacéutica y la psiquiatría terminan siendo simplistas y funcionales a un régimen de opresión, explicando toda psicopatología antes desde los desbalances químicos que desde sus causas sociales y/o económicas. Muchas pseudociencias ofrecen un rostro humano a una disciplina que no sólo se enfrió, sino que pecó de falta de humildad al pretender entender fenómenos complejos con modelos lineales.

Si queremos combatir a la postura opuesta, no debemos preguntarnos en qué se equivoca. Debemos preguntarnos en qué tiene razón. Sólo así podremos ofrecer alternativas superadoras. Atacar a las pseudociencias sólo las radicalizaría. Entender el valor que traen, y el punto sobre el que ponen atención (y que nos faltó atender) es el único modo de aprender en conjunto y corregir nuestra práctica.

Las grietas no se resuelven convenciendo al resto de pasarse a nuestro lado, sino encontrando propuestas superadoras y comunes.

Sea lo que sea que pienses, tu oponente tiene razón, genuinamente. No está loco (no puede estar tan loca tanta gente). Tiene buenos argumentos, muy razonables, para creer lo que cree, argumentos a los que muy probablemente no prestaste atención. Si no los ves a simple vista, lo más probable es que no los hayas buscado lo suficientemente bien.

Tu oponente no es fanático. Está prestando atención a algo distinto. No es cabezadura. Está prestando atención a algo distinto. No estás más despierto ni más iluminado, estás prestando atención a algo que él no.

La atención limitada no es sólo inherente a tu humanidad. Es inherente al hecho de que te opongas tanto a tu oponente. ¿Qué está viendo que vos te hayas perdido?