Utopías y tecnocracias

Utopías y tecnocracias

Utopías y tecnocracias

El asunto de la tecnocracia

Ante los problemas del mercado y la inminente crisis ambiental, un gran sector de la humanidad concluye que no queda otra opción que modificar de raíz el sistema económico. Discuten por un buen rato cómo sería posible organizar la economía de manera racional y justa, de manera que logre evitar la concentración de poder y la pobreza al mismo tiempo que reduzca la posibilidad de colapso económico.

Recuerdan los experimentos soviéticos, en que la planificación era explícita. Cada año, se establecían cuotas específicas a cumplir: tantas toneladas de acero, tantas de tornillos, tantas de trigo y de vodka. Estas cuotas se dividían en meses, y por último en tareas humanas a cumplir, que se imponían por coerción a cada uno de los ciudadanos de su patria. Se preocupan por dos cosas. Por un lado, consideran que la planificación explícita será probablemente ineficiente. Ningún comité central, por más inteligente que sea, es capaz de comprender todas las interacciones complejas y altamente no lineales que operan en la producción de un sistema económico, y por lo tanto, es poco esperable que lleguen a planificar de manera óptima, o remotamente óptima. Por otro, afirman que dar la potestad de planificación a un grupo de gente, junto al derecho de coercionar al resto para exigir el cumplimiento de sus cuotas, llevará a concentraciones de poder poco deseables para las grandes mayorías, y probablemente, a algunas tendencias autoritarias.

En la escena hay un programador, que recuerda que los problemas pueden resolverse, por lo menos, de dos modos distintos. Empieza su discurso con un ejemplo: cuando nos enseñan a dividir, los ejercicios en los exámenes suelen ser problemas específicos, que requieren soluciones específicas. Nos dicen, por ejemplo, que tenemos sesenta y ocho frutillas y cuatro cajas, y nos piden responder cuántas frutillas deberían ir en cada caja para repartirlas de manera equitativa. La respuesta correcta, en ese caso, es diecisiete. Sin embargo, continúa, el problema también puede resolverse de manera general. La división es precisamente eso. Conocemos una serie de cálculos, que podemos implementar en las computadoras, que nos permiten, automáticamente, para cualquier cantidad de frutillas y cualquier cantidad de cajas obtener la solución. Es más, permiten repartir de manera equitativa cualquier cantidad de cosas entre cualquier cantidad de cosas.

Las soluciones generales son llamadas algoritmos. Lo bueno que tienen los algoritmos es que no requieren que ninguna persona sea la que hace el cálculo. En lugar de decidir entre personas que planifiquen explícitamente toda la economía, propone decidir democráticamente el algoritmo que sirva para definir, a partir de los recursos disponibles las preferencias de la población, qué se produce, cómo se produce y cómo se distribuye, y que sea el algoritmo, en lugar de un comité central el que asigne las tareas.

Razona que con la enorme trayectoria de la humanidad en materia de desarrollo de software para planificar la producción de manera distribuida, y con la existencia de redes de comunicaciones que hacen posible al relevamiento de datos en tiempo real, su propuesta no es tirada de los pelos, y que la principal tarea que debería asumir la humanidad es trabajar para decidir democráticamente el mejor algoritmo posible.

Dada la situación crítica en que se encontraba el mercado, un buen número de personas asume y celebra su propuesta. El algoritmo podría ser diseñado de manera que resolviera las ineficiencias del mercado, y sin llevar a la concentración de poder a la que solía llevar la planificación explícita. Las herramientas tecnológicas disponibles permitían superar uno de los mayores dilemas del siglo XX, que oponía la economía de mercado a la economía de planificación explícita, permitiendo así tomar lo mejor de ambas posibilidades.

Sin embargo, desde un rincón oscuro, un economista liberal murmura indignado. En voz baja, comunica sus temores a un colega que se encuentra a su lado. ¡Están pidiendo una tecnocracia! ¿Cómo van a imponernos el gobierno de los números, de los programas y de las computadoras? ¡Es un futuro distópico, sin duda! Su colega asiente al instante, y le recomienda que haga públicas sus críticas. Hecho esto, se hace un silencio generalizado, en que parece escucharse la efervescencia de la reflexión del grupo.

Por fin, alguien se levanta y les plantea una contrapropuesta, un algoritmo posible que los satisfaría.

Los recursos se dividirían entre naturales, tenológicos y humanos. Primero se particionarían, y después se asignaría cada parte a distintas personas. Cada individuo sería dueño de su fuerza de trabajo, de alguna porción de tierra (de cualquier tamaño, incluso nula), y de cierto capital tecnológico (también, posiblemente, nulo). La atmósfera y los océanos permanecerían por fuera del algoritmo. Se añadiría, también, una única variable computacional numérica. A cada individuo se le asignaría un valor específico de esta variable, posiblemente desigual.

Una vez inicializados estos valores, el algoritmo funcionaría de manera tal que los individuos podrían acordar, los unos con los otros, en transferirse, intercambiar o darse a préstamo cualquiera de los recursos que poseen. Eso sí, cualquiera de estas acciones debería suceder a través de las vías que permita la aplicación. La interacción de las personas a través de dicho algoritmo, y a partir de ese conjunto de reglas básicas, organizaría la economía. Cualquier incumplimiento de los estatutos de la aplicación sería, por supuesto, penado, y habría una fuerte presencia policial para obligar que cada parte respete estos principios.

Los economistas se miran y se callan. Parece que lo que más les molestaba no era la tecnocracia. 

Tecnocracia en Laplacito

Nos encontramos en un universo paralelo llamado Laplacito. Es un universo determinístico, del cual existe una descripción computable, es decir, que su evolución se puede modelar perfectamente con una computadora. Evidentemente, el algoritmo que modela exactamente toda su evolución es como las leyes físicas de nuestro universo: necesariamente es cumplido por todo sistema físico, biológico o económico de Laplacito.

¿A qué se refieren los antitecnócratas de Laplacito cuando acusan de deshumanizantes a las políticas de incorporación de sistemas automáticos de toma de decisiones? Si son relativamente coherentes, cuando dicen que no quieren que sus vidas estén regidas por algoritmos no se refieren a sus leyes físicas. A estas últimas, los habitantes de Laplacito no las perciben como normas, son simplemente el modo de funcionar más fundamental de su universo.

Lo que en realidad quieren decir los antitecnócratas Laplacianos no es que no quieren que sus vidas estén regidas por algoritmos, es que no quieren sistemas normativos que intervengan sobre sus modos de hacer las cosas libremente. Si la ley algorítmica se formulara en el nivel de abstracción de sus partículas elementales, no habría otra ley posible que la ley física del universo, jurídicamente imperceptible. El problema es si la ley algorítmica se formula de maneras más abstractas, que impongan a las personas restricciones que les resulten antinaturales. Aunque las personas también podrían dictar órdenes igualmente incómodas, los algoritmos funcionan de manera automática y son, por lo tanto, mucho más inamovibles. La crítica de los antitecnócratas tiene que ver con que, de darse un sistema automático con restricciones inhumanas, va a ser inamovible, inapelable, robótico, metálico, atornillado. El problema de la tecnocracia es su ceguera e inflexibilidad, que los humanos, en principio, no tienen.

El mercado, lamentablemente, tampoco perdona.

Los algoritmos se pueden diseñar, con bajo nivel de abstracción, por personas, de modos que acompañen nuestra humanidad y nuestros modos más libres de comportarnos en sociedad. Además, si son explícitos, son mucho más auditables que las tácitas e impredecibles fuerzas del mercado. 

Anarquía en Nueva Elea

En la ciudad de Nueva Elea existe una sola ley. Se basa en la ley universal, observada por Parménides de Elea, que fundó la metafísica: lo que es, es. Es una ley no sólo fácil de cumplir, es imposible no cumplirla. El vocabulario en que se plantea la ley es del nivel de abstracción más alto posible, el del mismísimo ser, estado que cumple siempre cualquier sistema.

En su constitución, está escrito lo siguiente, y solamente lo siguiente: “Que sea lo que sea”.

El sistema es computable, porque tiene un sólo estado posible: el ser. El universo es, el universo sigue siendo. El modelo se queda quieto, siempre en ese mismo estado, y la quietud es fácilmente modelable por una computadora.

En Nueva Elea, los antitecnócratas no saben qué decir. Los anarquistas cumplen la ley a rajatabla.